Algunos textos de menos de 500 palabras

El emigrante

- ¿Olvida usted algo?

- ¡Ojalá!

Luis Felipe Lomelí, 2005



El dinosuario

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso, 1959




Cuento de horror

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.

Juan José Arreola, 1972




Suicidio, o morir de error

Antes de estrellarse contra el suelo, la miró con asombro. Saltaremos juntos - le había asegurado la bella bellísima -. Una. Dos. Y tres. Y él se precipitó. Y la bella bellísima le soltó la mano. Y desde lo alto, asomada bellísima en azul, le juró que le amaría hasta la muerte.

Dulce Chacón, 2000




Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.


Instrucciones para dar cuerda al reloj 

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. 

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.


Julio Cortázar, Historias de cronopios y famas (1962)





El criado del rico mercader

Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto. 

Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader. 
—Amo —le dijo—, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán. 
—Pero ¿por qué quieres huir?
—Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza. 
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo y el criado partió con la esperanza de estar por la noche en Ispahán. 

Por la tarde, el propio mercader fue al mercado, y, como le había sucedido antes al criado, también él vio a la Muerte. 
—Muerte —le dijo acercándose a ella—, ¿por qué le has hecho un gesto de amenaza a mi criado?

—¿Un gesto de amenaza? —contestó la Muerte—. No, no ha sido un gesto de amenaza, sino de asombro. Me ha sorprendido verlo aquí, tan lejos de Ispahán, porque esta noche debo llevarme en Ispahán a tu criado.  

Bernardo Atxaga, Obabakoak (1993)



La amiga de mamá

La amiga de mamá llegaba a casa, con sus maletas cargadas de regalos y era como si la Navidad se hubiese presentado, fuera abril o septiembre. La amiga de mamá extendía mapas, repartía paquetes, nos disfrazaba de bereberes, desplegaba historias y fotos y por último colocaba su neceser entre nuestros jabones y cepillos de dientes, y así sabíamos que sería nuestra por una temporada.


Las comidas se llenaban de sabores exóticos, los bailes eran voluptuosos y frenéticos, y hasta nuestros nombres cambiaban, y un día nos llamábamos Samarcanda, otro Tegucigalpa, o Gobi, o Tombuctú. En el colegio nuestros compañeros se disputaban el privilegio de venir a pasar la tarde en casa. Y la amiga de mamá, aunque por la noche las oíamos hablar hasta muy tarde frente a una botella de licor de extraños reflejos, la amiga de mamá nunca parecía cansada.


Eso fue lo primero que me llamó la atención aquel día: su rostro exhausto, descansando sobre el regazo de mamá. No recuerdo a qué había bajado al salón pero enseguida tuve la sensación de asistir a una escena prohibida, no por impropia o vergonzosa; era algo más allá, como entrar en la trastienda de aquellas dos mujeres. Porque no sólo estaba la fragilidad de la amiga de mamá; sobre todo estaba la tristeza de mamá. Como si sus ojos hubieran visto más que los de su amiga. Como si se hubiera despedido de más gente. Como si estuviera agotada de servir de sostén a los sueños de los demás.

Ana María Pérez Cañamares, 2001