Olga Tokarczuk, LOS ERRANTES [fragmentos]





 

[...] He aprendido a escribir en trenes, hoteles y salas de espera. En las mesitas abatibles de los aviones. Tomo apuntes durante las comidas, bajo la mesa o en el lavabo. Escribo en las escaleras de los museos, en los cafés, en el coche aparcado en un arcén. Lo apunto todo en retazos de papel, en blocs de notas, en tarjetas postales, en la palma de la mano, en servilletas, en los márgenes de los libros. Por lo general se trata de frases cortas, de pequeñas imágenes, aunque a veces también copio fragmentos de los periódicos. A veces atisbo entre la multitud una figura que me seduce, entonces me desvío de mi camino para seguirla durante un rato y, así, empezar su historia. Es un buen método; no ceso de perfeccionarlo. Con el paso de los años, el tiempo se ha ido convirtiendo en mi aliado, como lo es para todas las mujeres: me he vuelto invisible, transparente. Puedo moverme como un fantasma, observar a la gente mirándola de soslayo, escuchar sus riñas y contemplar cómo duermen apoyando la cabeza sobre sus mochilas, cómo conversan, sin ser conscientes de mi presencia, tan solo moviendo los labios y formando palabras que pronto pronunciaré yo en su lugar. [...]

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El piso abandonado

El piso no entiende lo que pasa. El piso cree que el dueño ha muerto. Desde que cerró la puerta y chirrió la llave en la cerradura, todos los sonidos llegan amortiguados, desprovistos de sombra y contorno, como manchas desdibujadas. El espacio, falto de uso, se vuelve sólido, no lo importunan las corrientes de aire ni los corrimientos de cortina, y en esa quietud empiezan a cristalizar, inseguras, formas de ensayo, esas que durante un momento quedan suspendidas entre el suelo y el techo de la entrada.

Por supuesto no aparece aquí nada nuevo, ¿cómo podría? No son más que imitaciones de formas conocidas, marañas burbujeantes que solo por un instante conservan sus contornos. Son episodios únicos, meros gestos, como por ejemplo esa huella de un pie sobre la mullida alfombra que aparece y desaparece sin parar, siempre en el mismo sitio. O esa mano que finge escribir en el aire encima de la mesa, un movimiento incomprensible porque se lleva a cabo sin pluma, sin papel, sin escritura, sin el resto del cuerpo siquiera.

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Limpiar el mapa

Borro de mis mapas todo lo que me hiere. Los lugares donde tropecé, caí, fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir.

De este modo borré unas cuantas grandes urbes y toda una provincia. Quizá llegue el día en que borre un país entero. Los mapas, comprensivos, lo aceptan, porque añoran esos espacios en blanco que evocan su feliz infancia.

A veces, cuando tengo que comparecer en algún lugar inexistente (intento no guardar rencor), me convierto en un ojo que transita como un fantasma por una ciudad fantasma. Si me concentrara más, sin dificultad podría hundir la mano en los hormigones más impenetrables, atravesar las calles más concurridas, pasar entre los coches en incesante caravana, inmune, sin sufrir daño alguno y sin hacer ruido.

No lo he hecho; he aceptado siempre las reglas de juego de los habitantes de esas ciudades. Y he intentado no revelarles que, borrados, permanecían, los pobres, en lugares ilusorios. Me he limitado a sonreírles y a asentir a todo lo que decían. Nunca he querido introducir desorden en sus cabezas haciéndoles ver que no existen.

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Relatos de viaje

¿Hago bien en contar historias? ¿No sería mejor que me sujetara la mente con un clip, tirara de las riendas y me expresara no con historias sino con la linealidad de una conferencia, donde frase a frase se va perfilando una única idea y en los párrafos ulteriores se la hilvana con otras? Podría usar citas y notas a pie de página, con un orden de puntos o capítulos podría exponer paso a paso mi razonamiento consecuente de quod erat demonstrandum; verificaría la hipótesis previamente formulada y al final sacaría conclusiones, como se sacan las sábanas tras la noche de bodas a la vista de la gente. Sería dueña de mi propio texto y podría cobrarlo sin trampa ni cartón.

Pero no, consiento en desempeñar el papel de comadrona o de jardinera cuyo mérito, como máximo, radica en sembrar para luego combatir tediosamente las malas hierbas.

El relato tiene su inercia, una inercia que nunca se puede controlar del todo. Exige personas como yo: inseguras de sí mismas, indecisas, fáciles de enredar. Ingenuas.

 

Tomado de Olga TokarczukLos errantes  (2007) Anagrama - Kindle Edition, 2019