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HIER ENCORE de Charles Aznavour


AYER APENAS

(Hier encore)

Ayer apenas tenía veinte años.
Acariciaba el tiempo y jugaba con la vida,
como se juega con el amor.
Y vivía la noche sin contar mis días
que huían en el tiempo.

Ideé tantos proyectos que quedaron en el aire;
Fundé tantas esperanzas que se desvanecieron;
y ahora me encuentro perdido sin saber a dónde ir.
Mis ojos buscan el cielo, 
pero mi corazón está por los suelos.

Ayer apenas tenía 20 años.
Desperdiciaba el tiempo creyendo así detenerlo.
Y para retenerlo, incluso adelantarlo,
sólo corrí y me quedé sin aliento.

Ignorando el pasado, conjugando el futuro,
me adelantaba a mí mismo en toda conversación
y daba mi opinión queriendo que fuera la correcta,
para criticar al mundo con desenfado.

Ayer apenas tenía veinte años, 
pero perdí mi tiempo haciendo locuras
que al final no me dejaron nada de concreto,
sólo algunas arrugas en la frente
y el miedo al aburrimiento.

Porque mis amores murieron antes de existir.
Mis amigos se fueron y ya no volverán.

Por mi culpa creé el vacío a mi alrededor
y desperdicié mi vida y mis jóvenes años.

Entre lo mejor y lo peor, deseché lo mejor,
preservé mis sonrisas pero congelé mis lágrimas.

¿Dónde están ahora?
¿Dónde están mis veinte años?

Marta Sanz, “Literatura y tiempo libre”

No tan incendiario (Periférica, 2014)
La literatura, y muy especialmente las novelas, son mercancías en las sociedades de consumo: objetos de entretenimiento como la wi o el deuvedé de la última película de Angelina Jolie, como un yo-yo o un telefilme, como un graciosísimo vídeo de You Tube. El tiempo libre, identificado con el ocio, es la reserva – y hablo de reserva en el sentido de las reservas de apaches y semínolas en Estados Unidos - , el espacio acotado para el consumo de este tipo de bienes culturales. En esta reserva de tranquilidad, diversión, montañas rusas y esparcimiento, el lector asume el papel de consumidor cultural, de cliente que debe quedar satisfecho con su compra. De modo que no es el lector quien se debe alzar a la altura de un texto, sino el texto –y, por ende, su autor- el que debe prever las expectativas de sus compradores potenciales.
Partiendo de esta premisa, el empobrecimiento de las propuestas culturales es ostensible y se produce la paradoja de que en los tiempos de la libertad – una libertad que se confunde con liberalismo y que es esgrimida, cada vez más, como argumento de grupos de ultraderecha – se ejercen sofisticadísimas estrategias de censura basadas en palabras como comercialidad, rentabilidad, legibilidad e, incluso, en expresiones complejas como corrección política. Los escritores -sobre todo, los novelistas- renuncian a los rasgos que los han definido y les han dado un lugar a lo largo de la Historia de la literatura –lucidez, sentido crítico, intrepidez, riesgo…- y ejercen la autocensura porque saben muy bien lo que deben o no deben escribir para ser acogidos en el seno del mercado: novelas negras con tintes aceptables de crítica social; historias sentimentales que rescatan el pasado con benevolencia; aventuras metaliterarias con leves toques de género fantástico y de ciencia-ficción; por no hablar de esos exóticos vampiros enamorados, guapos, pero con cara de no tener muy buena salud.
En los tiempos que corren, quizá los famosísimos novelistas del boom tendrían problemas para hacerse un hueco en los catálogos de las editoriales: su experimentalismo, su margen de ilegibilidad, la resistencia que el texto pueda ofrecer al lector, jugarían en su contra, los dejarían en los márgenes, incluso quizá en el limbo, de un núcleo literario y editorial copado por autores de una narrativa vampírica o “templaria”, concebida para un lector peter-pan con mentalidad de eterno adolescente.
En la época de esta libertad liberalista nos encontramos que, ante la pérdida progresiva del sentido crítico de los lectores, desde los ministerios se plantea incluso la posibilidad de eliminar ciertos cuentos infantiles para sustituirlos por otros que respondan a un modelo de género más igualitario. Cortar por lo sano. Eliminar del imaginario los cuentos de hadas. Una sociedad cada vez más infantilizada está indefensa ante el paradigma discriminatorio de La bella durmiente, pero no ante el modelo belicista de las historietas de los videojuegos. Vivimos en una pecera llena de contradicciones.
Anselm Jappe, en su artículo “El gato, el ratón, la cultura y la economía” lo expresa con claridad: “Ya no hay muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos críticos. Sólo hay clientes.” Jappe se plantea hasta qué punto el arte y/o las narraciones pueden permanecer al margen de la lógica de la inversión y la ganancia; hasta qué punto pueden constituir una “excepción cultural” como reclamaban los intelectuales franceses; habla de la “industria del entretenimiento” y denuncia que la cultura se ha convertido en una herramienta de “pacificación social y de creación de consenso”: un falso consenso que nada tiene que ver con los conflictos y las contradicciones del mundo, con la desigualdad, la exploración, la alienación, la soledad, la imposibilidad de crecer, la deshumanización de las relaciones afectivas, la edulcoración de las pasiones, las utopías muertas.
La cultura del consenso, filtrada por la túrmix del mercado, camufla la realidad manteniendo un discurso único, que a menudo coincide con la corrección política. Es una cultura que no incomoda a nadie – lejos quedaron esos espectadores burgueses a los que Buñuel mostró cómo se rebanaba una pupila con una navaja de barbero – y que se reduce a su acepción espectacular, sentimental o anestésica: la cultura constituye el placebo, el elixir del olvido, la fast food cultura – lo uso y lo tiro, lo como y lo… - que necesitan hombres y mujeres atenazados por una vida cotidiana que prefieren no ver y de la que necesitan descansar a través de las ficciones. En este sentido, la literatura – y especialmente, las narraciones – no sería muy distinta del pan y circo, del pan y toros, del pan y fútbol o del pan y telenovelas que caracterizó a multitud de regímenes totalitarios y que, hoy, caracteriza a democracias liberales que fomentan el concepto de una cultura de prestigio donde la cantidad – el número de ventas – es el criterio para establecer la calidad de una obra.
En definitiva, el concepto de la democracia en el ámbito cultural – un tema sobre el que habría mucho que pensar y que decir- se rompe en los añicos de una demagogia que banaliza la idea misma de cultura y repercute negativamente en la enseñanza y en la educación de unos niños que, cuando les preguntas qué quieren ser de mayores, asumen muy bien la ley del mínimo esfuerzo, la idea de que el que no roba es tonto y el eslogan del todo vale – tres de las consignas más populares de nuestra ideología invisible – y responden que su sueño es convertirse en personaje de las revistas del cotilleo o en estrella de un reality show.

Marta Sanz, No tan incendiario (fragmentos)

Quiero escuchar a los que tienen algo que decir. Porque lo han pensado dos veces. Porque han sudado tinta. Porque no basan su conocimiento en la maldad o en la ocurrencia. Siento nostalgia del antiguo catedrático de griego y de la profesora que, en 1ro de BUP, se ensuciaba la pechera de tiza dibujando un cuadro sinóptico – las llaves eran casi perfectas caligráficamente hablando -, de las escuelas presocráticas. Siento nostalgia del oráculo de Delfos, de las brujas de Macbeth y de las viejas, ciegas y caníbales, que luchan por la posesión de su ojo de cristal, de la versión de Furia de titanes que rodó Desmond Davis en 1981 con efectos especiales y producción de Ray Harryhausen. Quiero que vuelvan los eruditos: contradigo el buenrollismo de Ignacio Sánchez-Cuenca que se felicita por la desaparición, propiciada por el acceso al dato en internet, de la ancestral especie de los eruditos. Me parece mucho más temible la proliferación de colonias de alumnos copiones y quiero que vuelvan los intelectuales, los empollones, los sacerdotes laicos, los científicos darwinistas, los intérpretes de la realidad y del origen de las especies, los que se toman en serio su colección de sellos del mundo, los divertidísimos iluminados, las maestras ciruela, los que descubren las vacunas y escriben libros que cuentan cosas que no queremos saber; como Alberto Luna en Una puta recorre Europa (Caballo de Troya, 2008), que en la contraportada de esta primera novela, recoge algunos puntos fundamentales de su poética: su intención de “buscar las zonas oscuras del presunto lustre de las democracias occidentales”, de “hacer visible lo invisible” y, sobre todo, de poner al servicio de tales propósitos las estrategias de la literatura de masas. O sea, luchar contra el poder utilizando sus armas y convirtiendo al autor en una especie de buen terrorista de la literatura. Pero todos esos se están convirtiendo en una manada trémula de escritores melancólicos o en niños hiperactivos que buscan un bote salvavidas – salvarse de la muerte – con la excusa de la hipertecnologización. Quiero escuchar a alguien que tenga algo que decirme. Mientras tanto, desconfío de la escritura colectiva y de las performances. Mueven mucho dinero.

[…]

En realidad, esta última modalidad de escritor es la más común, pese a la generalizada creencia de que el escritor es un ser mítico que vive gracias a anticipos millonarios, tiene caprichos de diva – J-Lo sólo se aloja en lugares entelados de blanco escrupuloso – y se hospeda en hoteles de siete estrellas. A la mayoría de los escritores – a la masa, al  proletariado de los escritores que ya ni siquiera se desclasan con la escritura porque el prestigio del artista está muy mermado – nunca se les paga lo que de verdad cuesta su libro: el precio oscila entre nada y menos de un euro por hora. Hagamos el cálculo: si por un libro en el que se ha trabajado dos años – setecientos treinta días por ocho horas de trabajo al día son cinco mil ochocientos cuarenta horas trabajadas -, se da un anticipo de seis mil euros brutos, eso significa que cada hora de trabajo de alguien que escribe se paga a poco más de un euro. Imaginemos que el anticipo es doble, el precio por hora trabajada sigue siendo miserable. El escritor no es un minero y no se le permite hablar en términos de trabajo y de salario: será que la escritura no es un oficio, sino un don de Dios. Será que los escritores caminan sobre las aguas y mastican éter. Será que los escritores para pagar la hipoteca se deben buscar un trabajo decente: profesor de instituto, camarero o tornero fresador. Actividades con una verdadera utilidad social. Porque al fin y al cabo, la escritura es un placer para quien la practica. Porque, al fin y al cabo, nadie se juega nada escribiendo y la escritura – literaria – no sirve para nada. Absolutamente. Todo eso se lee y se escucha. Yo reivindico para los escritores o bien el espacio sagrado perdido, o bien el beneficio que les corresponde por producir “ocio de calidad” – bienes suntuarios, bisutería, analgésicos – en la sociedad el mercado.
[…]


Propongo que escribamos textos, no sólo “historias”. Que sorteemos la trampa posmoderna de la idolatría del entretenimiento sin caer en el polo contrario de la “cultura erudita”, de la cultura ladrillo, endogámica y endoliteraria, la cultura de círculos viciosos que, hablando de ella misma, evita hablar de cualquier cosa – la vida, la realidad, el mundo -, esa cultura tan reconocible en las poéticas actuales. Propongo escribir textos que duelan. Frente a las visiones edulcoradas de la realidad, toda la literatura tendría que doler y alejarse de esas bonitas perspectivas irónicas que no son más que un tupido velo para tomar distancia y para separar “inteligentemente” los labios sin causar muchas molestias practicando el ejercicio de la corrección política. La autocensura. La actitud que garantiza un lugar en el mundo.