Marta Sanz, “Literatura y tiempo libre”

No tan incendiario (Periférica, 2014)
La literatura, y muy especialmente las novelas, son mercancías en las sociedades de consumo: objetos de entretenimiento como la wi o el deuvedé de la última película de Angelina Jolie, como un yo-yo o un telefilme, como un graciosísimo vídeo de You Tube. El tiempo libre, identificado con el ocio, es la reserva – y hablo de reserva en el sentido de las reservas de apaches y semínolas en Estados Unidos - , el espacio acotado para el consumo de este tipo de bienes culturales. En esta reserva de tranquilidad, diversión, montañas rusas y esparcimiento, el lector asume el papel de consumidor cultural, de cliente que debe quedar satisfecho con su compra. De modo que no es el lector quien se debe alzar a la altura de un texto, sino el texto –y, por ende, su autor- el que debe prever las expectativas de sus compradores potenciales.
Partiendo de esta premisa, el empobrecimiento de las propuestas culturales es ostensible y se produce la paradoja de que en los tiempos de la libertad – una libertad que se confunde con liberalismo y que es esgrimida, cada vez más, como argumento de grupos de ultraderecha – se ejercen sofisticadísimas estrategias de censura basadas en palabras como comercialidad, rentabilidad, legibilidad e, incluso, en expresiones complejas como corrección política. Los escritores -sobre todo, los novelistas- renuncian a los rasgos que los han definido y les han dado un lugar a lo largo de la Historia de la literatura –lucidez, sentido crítico, intrepidez, riesgo…- y ejercen la autocensura porque saben muy bien lo que deben o no deben escribir para ser acogidos en el seno del mercado: novelas negras con tintes aceptables de crítica social; historias sentimentales que rescatan el pasado con benevolencia; aventuras metaliterarias con leves toques de género fantástico y de ciencia-ficción; por no hablar de esos exóticos vampiros enamorados, guapos, pero con cara de no tener muy buena salud.
En los tiempos que corren, quizá los famosísimos novelistas del boom tendrían problemas para hacerse un hueco en los catálogos de las editoriales: su experimentalismo, su margen de ilegibilidad, la resistencia que el texto pueda ofrecer al lector, jugarían en su contra, los dejarían en los márgenes, incluso quizá en el limbo, de un núcleo literario y editorial copado por autores de una narrativa vampírica o “templaria”, concebida para un lector peter-pan con mentalidad de eterno adolescente.
En la época de esta libertad liberalista nos encontramos que, ante la pérdida progresiva del sentido crítico de los lectores, desde los ministerios se plantea incluso la posibilidad de eliminar ciertos cuentos infantiles para sustituirlos por otros que respondan a un modelo de género más igualitario. Cortar por lo sano. Eliminar del imaginario los cuentos de hadas. Una sociedad cada vez más infantilizada está indefensa ante el paradigma discriminatorio de La bella durmiente, pero no ante el modelo belicista de las historietas de los videojuegos. Vivimos en una pecera llena de contradicciones.
Anselm Jappe, en su artículo “El gato, el ratón, la cultura y la economía” lo expresa con claridad: “Ya no hay muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos críticos. Sólo hay clientes.” Jappe se plantea hasta qué punto el arte y/o las narraciones pueden permanecer al margen de la lógica de la inversión y la ganancia; hasta qué punto pueden constituir una “excepción cultural” como reclamaban los intelectuales franceses; habla de la “industria del entretenimiento” y denuncia que la cultura se ha convertido en una herramienta de “pacificación social y de creación de consenso”: un falso consenso que nada tiene que ver con los conflictos y las contradicciones del mundo, con la desigualdad, la exploración, la alienación, la soledad, la imposibilidad de crecer, la deshumanización de las relaciones afectivas, la edulcoración de las pasiones, las utopías muertas.
La cultura del consenso, filtrada por la túrmix del mercado, camufla la realidad manteniendo un discurso único, que a menudo coincide con la corrección política. Es una cultura que no incomoda a nadie – lejos quedaron esos espectadores burgueses a los que Buñuel mostró cómo se rebanaba una pupila con una navaja de barbero – y que se reduce a su acepción espectacular, sentimental o anestésica: la cultura constituye el placebo, el elixir del olvido, la fast food cultura – lo uso y lo tiro, lo como y lo… - que necesitan hombres y mujeres atenazados por una vida cotidiana que prefieren no ver y de la que necesitan descansar a través de las ficciones. En este sentido, la literatura – y especialmente, las narraciones – no sería muy distinta del pan y circo, del pan y toros, del pan y fútbol o del pan y telenovelas que caracterizó a multitud de regímenes totalitarios y que, hoy, caracteriza a democracias liberales que fomentan el concepto de una cultura de prestigio donde la cantidad – el número de ventas – es el criterio para establecer la calidad de una obra.
En definitiva, el concepto de la democracia en el ámbito cultural – un tema sobre el que habría mucho que pensar y que decir- se rompe en los añicos de una demagogia que banaliza la idea misma de cultura y repercute negativamente en la enseñanza y en la educación de unos niños que, cuando les preguntas qué quieren ser de mayores, asumen muy bien la ley del mínimo esfuerzo, la idea de que el que no roba es tonto y el eslogan del todo vale – tres de las consignas más populares de nuestra ideología invisible – y responden que su sueño es convertirse en personaje de las revistas del cotilleo o en estrella de un reality show.