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Dos relatos de Elvira Liceaga (Ciudad de México, 1983)



Rocío

Yo sé que ella sabe que la observo. A pesar de que no se sienta con nosotros, me mira de reojo desde allá. Hace como que no, pero de pronto, gira la cabeza hacia el jardín, donde nos acomodan a todos los demás, y nuestras miradas se encuentran. Entonces yo volteo enseguida hacia otro lado.

Desde nuestra mesa puedo ver si está despierta o si se está quedando dormida en el sillón color café que sacan del estudio a la terraza. También le sacan una televisión y una mesa. Ella nos queda lejos, pero ahí está más cómoda, cerca del baño y cerca del que era su cuarto, por si se quiere subir a descansar a su cama, donde todavía hay muñecas, de las que se rompen, con las que no me dejan jugar. Pero al fin, que a mí ya no me gustan las muñecas.

La muchacha que la cuida está aquí. La muchacha no es mucho más grande que yo, pero nunca le interesa jugar con nosotros, que porque tiene que trabajar atendiendo a la “señorita” Rocío: que si se siente bien, que si necesita recostarse, que si es la hora de tomar sus medicinas, que si ha comido sus alimentos de la dieta, que la sal y que el azúcar —porque la tía Rocío no come el pozole ni los pasteles de carne que cocina la abuela—, que si tiene sed —siempre está tomando agua de un color verde asqueroso como de brócoli, con unas plantas que la hacen muy nutritiva—, que si no debe cargar nunca nada y que no le vayan a picar los mosquitos.

La tía Rocío se sienta con las piernas estiradas, con los pies cruzados sobre una pequeña silla roja de plástico en la que ya hace mucho ninguno de nosotros cabe. Medio tumbada, con las manos entrelazadas sobre su vientre enorme, recarga la cabeza sobre el respaldo del sillón mientras habla con el abuelo, el único que cada año se pasa un montón de tiempo con ella. El abuelo come con ella en ese rincón de la casa, en vez de comer en la mesa donde debería sentarse con la abuela. A lo mejor porque ahí con la tía Rocío puede ver la televisión.

Julián llega corriendo y se sienta a mi lado. Ya se despeinó, y si su mamá lo ve, lo va a regañar. Entre jadeos me dice que en estos días estuvo investigando y que ya sabe por qué la tía Rocío siempre está embarazada. Se limpia el sudor con la manga de la camisa y con la otra mano toma un puñado de cacahuates. Dice que él por fin descubrió lo que pasa y que lo que pasa es que ella tiene un bebé imaginario en la panza.

—¿Cómo que imaginario?

—O sea, que no existe, babas.

Veo los trozos de cacahuate entre sus dientes mientras me dice que la tía Rocío ha deseado con tantas fuerzas tener un bebé que su cuerpo se convenció de que ahí dentro hay uno. Le da un trago a su refresco y se limpia la boca con el mantel. Yo le copio, le doy un trago a mi vaso. Aprovecho porque en mi casa no nos dejan tomar refrescos. Me dice, además, que si yo también lo intento, que si me concentro con muchísimas ganas, lo dice cerrando los ojos y apretando las manos, yo también podría lograrlo.

Pero yo a Julián ya no le creo nada, porque él mismo me dijo una vez que no hay que creerse todo lo que te dicen. Y porque no soy tan tonta como él piensa.

—Claro que no —le respondo.

Aunque, mirando a la tía Rocío ver la televisión, pienso que podría ser que no esté realmente embarazada, sino que tal vez esté ensayando para cuando quiera tener hijos.

—Sí, lo juro —Julián besa su dedo pulgar—. Es un feto fantasma. ¿O qué creías, que la tía Rocío tiene un bebé atrapado en la panza desde hace tanto tiempo?

No sé qué decirle. No se me ocurre nada. Está esperando a que diga algo, pero no se me ocurre nada.

—Pues no —volteo los ojos a propósito.

Raúl me dice que no le haga caso a Julián, que la tía Rocío siempre está embarazada porque ése es su trabajo:

—Embarazarse por encargo para otras personas.

Raúl se ha quitado los zapatos y está sentado de indio sobre la silla, juega un videojuego, no me mira ni desvía la vista. Raúl es muy inteligente, porque puede jugar y hablar al mismo tiempo. Seguro que está ganando.

—¿Qué dices, Raúl? —le pregunto nerviosa.

Me explica que no es que la tía Rocío tenga un bebé de mentiritas dentro de ella, como dice Julián.

—¿Cuánto apuestas? —interrumpe Julián.

—Cincuenta pesos —por primera vez Raúl despega la vista del videojuego, pero para mirar a Julián.

—¡Va! —grita Julián.

Se dan la mano y Raúl vuelve a su videojuego. Y dice que la tía Rocío sí está embarazada de a de veras:

—A eso se dedica: hace y vende bebés. Los bebés se venden muy bien, ¿no lo sabían?

—¿Para familias que no pueden tener bebés? —le pregunto sonriendo, pero sin mostrar los dientes, para que no se dé cuenta de que estoy chimuela.

Raúl dice que sí con la cabeza, sin dejar de jugar.

No se lo digo, pero pienso que, entonces, yo también quiero dedicarme a hacer bebés cuando sea grande, para hacer felices a muchas familias que quieran tener uno, o quién sabe cuántos hijos. Yo podría hacer un montón de bebés, fabricarlos y cuidarlos adentro de mí. Yo seré muy buena haciendo bebés. Seré muy buena vendiendo hijos. Ya está: cuando sea grande, voy a trabajar en eso, que mi vientre, como el de la tía Rocío, sea un hotel donde bebés extraños van a crecer. Los voy a cuidar muy bien. Voy a trabajar en mi casa y no en una oficina como mis papás. Y no tendré que levantarme temprano. Y además, voy a recibir muchos regalos. Y voy a pasarme los días sentada o acostada viendo la televisión.

—Qué buena idea —le digo a Raúl—. Me gusta ese trabajo.

Raúl me sugiere ir con la tía Rocío para que le pregunte si quiere enseñarme a hacer bebés, y así yo también pueda venderlos cuando sea grande.

—¿Le pregunto, Raúl?

—Pregúntale.

La tía Rocío está despierta. La trenza rubia le cuelga por el respaldo del sillón. La muchacha que la cuida le acerca una charola con una jarra con agua amarilla y un plato con zanahorias. No hay personas por ahí. La tía Rocío no parece muy ocupada salvo por revisar algo en su teléfono.

Nada más me levanto, Raúl por fin me mira. Hago como que no me doy cuenta y me estiro el vestido por delante y por detrás para asegurarme de que los holanes no se me queden atrapados en el resorte de los calzones. Allá voy hacia la tía Rocío. Mientras me alejo de la mesa pienso en que debería voltear para ver si Raúl está mirándome, pero no, mejor no. Cruzo el jardín entre las mesas circulares con todas esas personas platicando y tomando. Voy mirando hacia el pasto para no tener que saludar a alguien que diga que me conoce, un desconocido que me llame por mi nombre, me pregunte si me acuerdo de quién es y se sorprenda de lo grande que estoy. No sé cuántos son desconocidos que nunca había visto. Subo los escalones hacia la puerta de la casa y cuando ya estoy casi al lado de la tía Rocío, me quedo de pie junto al sillón. Me doy cuenta de que no pensé en qué palabras usar. No ensayé ninguna frase. Ella me está mirando con las cejas alzadas.

—Hola —lo dice suavecito, cantado, como si yo fuera una niña de kínder.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Las risas de Julián y Raúl se escuchan hasta acá.

—No les hagas caso —me invita a sentarme con ella señalando un banco al lado de su sillón.

Pone el teléfono sobre sus piernas y me sirve un poco de agua de la jarra. Me dice que llevo un vestido muy bonito. Y pienso que todo el pleito de la mañana con mi mamá por bañarme y ponerme este vestido, que yo pensaba que era feísimo, y todos esos jaloneos de pelo, valieron la pena, aunque mi mamá haya ganado. Le explico que siempre me dejan ponerme la ropa que yo quiero, pero hoy mi mamá me obligó a ponerme este vestido porque este año nos van a tomar una foto a toda la familia.

—¿Tú también vas a salir en la foto? —le pregunto, aunque es una pregunta tonta porque mi mamá dijo “toda la familia”.

—Creo que yo no voy a salir en la foto —me dice mientras se mira las uñas de las manos.

Las tiene pintadas de un rojo parecido al color con el que se pintó los labios. Sus dedos son pequeños, casi tengo ganas de comparar nuestras manos porque, en una de ésas, las mías son tan grandes como las de ella. Desde aquí, su pelo se ve más oscuro y ella se ve más pálida. Parecía más chica desde mi mesa.

No se lo digo, pero pienso que ella también debería salir en la foto, porque ese vestido que lleva, como camisón, es también muy bonito, y para que en la foto salga su panza, pero sobre todo porque es de la familia.

—¿No te caen bien los demás? ¿Por eso te sientas aquí solita?

—Los demás no quieren que yo me siente con ellos.

—¿Por?

—Están enojados conmigo.

—Yo no.

Las dos miramos hacia la televisión. La tía Rocío está viendo una serie de un castillo. No alcanzo a oír qué dicen los actores, ni a leer a tiempo las letritas.

—Raúl me dijo que haces bebés para venderlos —me hinco de rodillas y pongo mi mano sobre su vientre inflado.

—¿Ah, sí? —aprieta una sonrisa—. ¿Eso te dijo Raúl?

La tía Rocío me acaricia el cabello, espero que no me arruine el peinado. Cuando se inclina hacia mí, la cruz de oro que cuelga sobre su pecho me cae en la frente. Nos miramos. Me observa con una mirada de exploradora, como si estuviera buscando algo raro en mi cara.

Escucho mi nombre. Es mi mamá, que siempre me está interrumpiendo y ahora seguro quiere presentarme con alguien. “Ésta es mi hija”, le encanta decir, le encanta colocarme al frente y avergonzarme. Con lo mucho que le he dicho que odio que haga eso.

—¿Qué haces ahí? —mi mamá siempre me está interrumpiendo—. ¡Ven!

—Hazle caso —la tía Rocío mueve la cabeza en dirección a mi mamá, sin mirarla.

Mi mamá espera en el jardín con las manos en la cintura. No puedo ver si está muy enojada porque lleva lentes oscuros, pero si voy ahora mismo no me va a regañar.

Pongo mi mano otra vez en la panza de la tía Rocío. No siento ningún pataleo.

—Adiós, bebé.

La tía Rocío sonríe un poquito más de lo que había sonreído antes. Y corro hacia mi mamá.

 

 

Raquel

 

Quedan tres mujeres en la casa del patrón. Las tres están en la sala. La menor y la de en medio están acostadas en posición fetal en el sillón largo. Los dedos de los pies de una tocan ligeramente la cabeza de la otra. La mayor está tumbada en otro sillón, individual, también floreado. En el terreno a dos casas de distancia, un hombre robusto monta un instrumento que perfora el piso. La de en medio llegó la noche anterior. La menor tuvo celos de la de en medio, porque, traicionera, se escapó hace muchos años y en sus cartas describía una ciudad pacífica rodeada de agua. La mayor se ha dedicado a cuidar de la menor, quien algunas veces sueña que viaja en un avión descompuesto que se cae en pleno vuelo; su cuerpo, entonces, convulsiona durante un par de minutos hasta que el mal la abandona, su cuerpo se equilibra y continúa durmiendo como si nada, y al rato tararea, como bendecida, música clásica que a las pocas horas vuelve a perderse en la oscuridad de su memoria. La de en medio lleva un fajo de dinero escondido en los bolsillos de su falda. La mayor fue la primera en llegar. Tuve la pesadilla, dice la menor, una vez despierta. Cuando la mayor no alquila su vientre, se alimenta de vodka y cigarros, sin filtro, de los más baratos. La de en medio aprendió a comunicarse en inglés a pesar de llorar en español. Trac-trac-trac-trac-trac-trac, un hombre perfora el piso fuera. La menor bosteza. La mayor estuvo enamorada de un hombre andaluz con el que tuvo dos hijas, quien se las llevó. La de en medio también fuma. La comida es para la menor, a quien, de muy chica, el doctor extrajo las neuronas que contraen el cuerpo cuando tiene la pesadilla, pero aún tiene la pesadilla. El último trabajo que tuvo la de en medio en el otro lado fue alimentar a las serpientes de un zoológico situado en lo alto de un bosque, a donde iba la burguesía a hacer camping. La menor se acurruca. Depositaba conejos vivos en un cajón de metal mientras las serpientes lamían intermitentemente la ventana que las separaba de ella. La mayor cruzó el mar para encontrar sin éxito al andaluz. Cuando el doctor le tocaba con un aparato un punto de la cabeza, la menor recordaba con escalofríos, como si lo hubiese vivido unos minutos antes, la primera vez que entró al túnel. El reloj de la sala anuncia las once horas. Un conejo por la mañana. El día que entró al túnel, la madre llevó a la menor a una heladería con taburetes acolchonados y paredes pintadas color menta, le concedió dos bolas de helado en un cono, una de uva, otra de limón; el dependiente dejó caer chocolate caliente, que al contacto con el helado se endureció, y después una lluvia de chispas de colores esparcidas por arriba. La mayor tiene los brazos cruzados sobre el pecho, cada una de sus manos cubre un seno para no perderse lo que le queda de mujer. ¿Qué crees que vamos a hacer hoy, Raquel?, preguntó la madre a la menor. Irían a un lugar donde unos hombres y mujeres vestidos de blanco la invitarían a entrar en un juego mecánico que se llama el túnel. En Andalucía las personas hablaban diferente: gritaban y arrimaban una palabra tras otra a una velocidad asfixiante. Un conejo por la noche. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, retumba en el cerebro de la menor. El túnel era un lugar como del futuro, dentro del cual la menor jugaba acostada a las estatuas de marfil, la madre cuidaba de su ropa, sus zapatos y la bolsa con todos sus cosméticos de plástico, mientras la menor, vestida con una bata de gasa, cantaba en silencio: Uno, dos y tres así. Un conejo por la mañana. La mayor preguntaba por sus hijas en una y otra oficina atendida por hombres con bigote y uniformados. La de en medio soñaba de vez en cuando con incontables serpientes amarillas que alfombraban su habitación y trepaban a su cama hasta cobijarla. Cuando el doctor le tocaba, con el mismo aparato, otro punto de la cabeza, la menor recordaba la música sin palabras que su abuelo escuchaba en el radio, un programa conducido por dos voces ancianas; el abuelo, alto, delgado y sin pelo, se desplomaba todas las tardes a la misma hora en un sillón reclinable de cuero café, sólo abría los ojos para beber de un vaso de cristal un líquido que parecía miel. Si acaso no había conejos en el criadero, la de en medio robaba ratones de la sección de roedores. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, vibran las grietas de la casa. Una vez, la de en medio robó gatitos recién nacidos de la casa de los cuidadores; los cuidadores trataban a la de en medio como a una intrusa, con su piel oscura e incorregible, sus dioses improbables e idioma incomprensible; los ojos claros la rechazaban sin mirarla. El cuerpo de la menor tiembla. La de en medio siente el movimiento del cuerpo de la menor. El avión atraviesa el cielo volando bajo, muy cerca de la ciudad. La de en medio se levanta, la mayor también. La mayor y la de en medio vigilan la convulsión de la menor y esperan. Se escucha el silencio de Dios. Las manos de la mayor aprietan sus senos malgastados. Las manos de la de en medio, trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, quisiera saber cuánto tiempo pasará antes de que se le acabe la salud a la menor. ¿Por qué regresaste?, susurra la mayor a la de en medio. La de en medio recuerda sus días en la escuela gringa; algunas veces las niñas del salón de clases fingían que no existía; esas veces pasaba el recreo en el baño. Los senos de la mayor gotean leche. Su compañera de pupitre le escribía mensajes a la de en medio en papeles que arrancaba de su cuaderno. Un día la mayor vio pasar a sus dos hijas caminando por la calle, tomadas de la mano de otra mujer, una mujer hermosa y joven. Un gatito por la mañana. La mujer hermosa llevaba lentos oscuros, las hijas también. La compañera de pupitre citaba a la de en medio en el baño, en el último de los excusados. Las hijas llevaban vestidos bordados iguales, parecían hijas de revista. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, una fuerza oculta sacude a la menor. La mayor vagó por las calles desconocidas, en los barrios estrechos, en las ciudades árabes, en países al otro lado del océano. La de en medio levantaba la mano para ir al baño. Una pareja de gitanos adoptó a la mayor, le dio comer patatas y agua, a cambio de que pasara los días cosiendo cortinas y manteles para vender. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, se cae el avión. Después de unos minutos, la compañera de pupitre hacía lo mismo; la primera en llegar al baño se subía al excusado para que pareciera desocupado, la segunda en llegar cerraba con seguro; la compañera bajaba los pantalones de la de en medio y metía su mano dentro del calzón. En las bancas de una antigua plaza de piedra, la mayor aprendió a zurcir para despedirse, para remendar con hilos de algodón el paisaje rasgado. El cuerpo de la menor se aquieta. No le puedes decir a nadie, le decía la compañera a la de en medio. La menor ha meado la pijama; tendrá que bañarse porque un hombre la ha reservado para esta noche. La de en medio no sabe qué responder cuando la mayor le pregunta por qué regresó. La menor parpadea hasta abrir los ojos. La mayor se consuela a ratos pensando que las confundió, que aquellas eran hijas ajenas. Tuve la pesadilla, pero esta vez en blanco y negro, dice la menor.

 


Tomado de Carolina y otras despedidas (Caballo de Troya 2018)