Algunos textos de menos de 500 palabras

JULIO CORTÁZAR, Historias de cronopios y famas (1962)


Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.


Instrucciones para dar cuerda al reloj 

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. 

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.


DULCE CHACÓN

Suicidio, o morir de error (2000)

Antes de estrellarse contra el suelo, la miró con asombro. Saltaremos juntos - le había asegurado la bella bellísima -. Una. Dos. Y tres. Y él se precipitó. Y la bella bellísima le soltó la mano. Y desde lo alto, asomada bellísima en azul, le juró que le amaría hasta la muerte.

 

JUAN JOSÉ ARREOLA

Cuento de horror (1972)

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.



BERNARDO ATXAGA, Obabakoak (1993)

El criado del rico mercader

Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto. 

Aterrado, el criado volvió a la casa del mercader. 
—Amo —le dijo—, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán. 
—Pero ¿por qué quieres huir?
—Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza. 
El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo y el criado partió con la esperanza de estar por la noche en Ispahán. 

Por la tarde, el propio mercader fue al mercado, y, como le había sucedido antes al criado, también él vio a la Muerte. 
—Muerte —le dijo acercándose a ella—, ¿por qué le has hecho un gesto de amenaza a mi criado?

—¿Un gesto de amenaza? —contestó la Muerte—. No, no ha sido un gesto de amenaza, sino de asombro. Me ha sorprendido verlo aquí, tan lejos de Ispahán, porque esta noche debo llevarme en Ispahán a tu criado.  


Ana María Pérez Cañamares

La amiga de mamá (2001) 

La amiga de mamá llegaba a casa, con sus maletas cargadas de regalos y era como si la Navidad se hubiese presentado, fuera abril o septiembre. La amiga de mamá extendía mapas, repartía paquetes, nos disfrazaba de bereberes, desplegaba historias y fotos y por último colocaba su neceser entre nuestros jabones y cepillos de dientes, y así sabíamos que sería nuestra por una temporada.

Las comidas se llenaban de sabores exóticos, los bailes eran voluptuosos y frenéticos, y hasta nuestros nombres cambiaban, y un día nos llamábamos Samarcanda, otro Tegucigalpa, o Gobi, o Tombuctú. En el colegio nuestros compañeros se disputaban el privilegio de venir a pasar la tarde en casa. Y la amiga de mamá, aunque por la noche las oíamos hablar hasta muy tarde frente a una botella de licor de extraños reflejos, la amiga de mamá nunca parecía cansada.

Eso fue lo primero que me llamó la atención aquel día: su rostro exhausto, descansando sobre el regazo de mamá. No recuerdo a qué había bajado al salón pero enseguida tuve la sensación de asistir a una escena prohibida, no por impropia o vergonzosa; era algo más allá, como entrar en la trastienda de aquellas dos mujeres. Porque no sólo estaba la fragilidad de la amiga de mamá; sobre todo estaba la tristeza de mamá. Como si sus ojos hubieran visto más que los de su amiga. Como si se hubiera despedido de más gente. Como si estuviera agotada de servir de sostén a los sueños de los demás.

Cursos en modalidad presencial para agosto 2024

ESPA 4020 - 0U1

TALLER DE NARRATIVA BREVE:

MIRAR, IMAGINAR, RELATAR  (4 cds)

LUNES y MIÉRCOLES - 8:00-9:50



En esta ocasión, se partirá del análisis de modelos narrativos a la práctica de la creación, redacción y edición de cuentos breves originales, así como al ejercicio de la crítica y autocrítica, en colaboración con los participantes del taller y algunos recursos invitados. El taller está dirigido a estudiantes con serio interés en la creación literaria y en el mejoramiento de sus destrezas de redacción y edición en español.





ESPA 4213 - 0U1

DEBATES DE LA LITERATURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA:

DE LAS VANGUARDIAS A LAS REPRESENTACIONES DEL AHORA MISMO  (3 cds)

LUNES y MIÉRCOLES - 10:00-11:20 


El curso considera destacadas obras literarias del siglo XX y XXI en su contexto histórico y en relación a otras manifestaciones culturales contemporáneas. A partir de un examen de los escritores más destacados de las vanguardias, se estudia la respuesta literaria a las transformaciones socio-políticas de la vida española a lo largo del siglo XX hasta la actual “crisis” económica. 
El curso incorpora discusiones sobre cine, artes gráficas y canción popular a la consideración de la literatura contemporánea. [Curso cumple con requisito de educación general en literatura]

Para interesades en cine, estudios de género y cultura popular, horror y feminismo



Tres comienzos de relato para hablar de voz y perspectiva

Francisco Font-Acevedo, La troupe Samsonite (2016)

Como si lograra zafarse de la mano que conminaba su debut, Mirko, a un paso de la improvisación y el ridículo, se detuvo ante el portón de la escuela. Había dormido poco y mal, y sin tiempo para acicalarse ni echarse algo en el estómago, con la mirada y el cuerpo todavía vacantes, sentí como el sol apresurado de agosto intentaba en vano chamuscarme las greñas. Un espeso olor a mangó podrido, procedente del árbol en medio del patio, me encendió el motor de la barriga. Solo entonces, sin tener idea del salón de clases donde debía presentarme, como diríamos en la troupe, entré en escena.

Recién instalada nuestra carpa en la calle Nueva, nadie, excepto Dally, nuestra benefactora, nos conocía en el pueblo. Lo bueno, según la directora de la troupe, era que así podíamos hacer sin que los vecinos nos importunaran; lo malo era que fuera de la carpa siempre podían ocurrir situaciones en las que tuviéramos que defendernos. Tanya y Xenia, llegada la ocasión, sabían salir de aprietos más o menos bien; yo, en cambio, era un desastre. Así, bobo de palabra y cobarde para la pelea, nada más entrar en la escuela, los estudiantes en el patio supieron y acto seguido pausaron juegos y charlas para mirarme sin disimulo, con la grosera impunidad de saberse en mayoría. No querían conocerme, la curiosidad no les daba para tanto, y por lo pronto se satisfacían con hacerme acupuntura con los ojos, con calcular que el nene nuevo debía tener nueve o diez años, y que además de vestir pantalones que dejaban ver las medias estiradas en los tobillos, era enclenque y larguirucho, con un abultadísimo sombrero de pelo crespo que le daba a su cabeza un inconfundible aspecto de nido de comején. Como si esto no bastara, como si el contraste entre el cuerpo de alfeñique y la cabezota de hormiguero no fuera motivo suficiente para la mofa, el chico cargaba un adefesio cuadrangular y duro, un maletín ejecutivo color salmón, como si este pudiera ocultar su facha y, abracadabra, lo hiciera pasar por un niño-bien. Sintiendo la creciente crueldad del escrutinio, anticipando de un momento a otro la primera pulla, la primera risa, caminaba sin cesar del árbol de mangó a los primeros salones visibles y viceversa, indeciso sobre dónde detenerme y quedar menos expuesto al escarnio, hasta que un mangó camuflado entre la grama decidió por mí. Caí de bruces soltando a tiempo el maletín Samsonite para salvarme del golpe, no del bochorno, en la cara. A los pies del árbol cayó el maletín boquiabierto, desahuciado, su contenido desparramado a la vista de todos: una regla, dos lápices, una marioneta de mano y mi más caro tesoro, el tomo 11 ("Hazlo tú mismo") de El mundo de los niños. Por suerte, en eso sonó el timbre de las ocho y en nada se esfumaron las risotadas y me quedé solo en el patio.

Ah, el alivio total.




Marta Aponte, Fúgate (2005)
Se llama Lisa Gómez y cuando la conocí estaba muerta, pero hasta el más normal de los hombres hubiera notado que sus dientes parejos, estacionados entre unos ojos brutales y una barbillita hambrienta, amenazaban con morder. Los dientes del retrato, aclaro, una de esas fotografías que se revelan en una hora y salen por montones de las máquinas calientes, con los colores sucios. Ultrajada por la furia del asesino había sufrido tanto como el cuerpo original, del que sólo se veían los pies descalzos y pequeños. Aquellos piecitos y los dientes parejos se me clavaron en la guarida del saico, donde entierro las impresiones fuertes mientras levanto mis defensas, y no pensé más en ellos hasta que el recuerdo de la occisa me azotó, duplicando la ferocidad de una de esas gripes que tardan veinticuatro horas en incubarse. Me tumbó puntualmente en la hora veinticuatro y supe que estaba más enfermo que en toda la historia de mis enfermedades porque no hay peor jodienda que enchularse de una mujer inexistente, una mujer sin cuerpo, ni sexo, ni defectos odiosos, ni forma alguna de contacto.

 

Josué Montijo, «Tú no jodes más» de Hasta el fondo (2016)

- Confe, ¿tú ves ese tipo que está ahí? - le dice la mujer a su marido -. ¿Lo ves?

El hombre afina su mirada dejándose llevar por el dedo de la esposa. Dice que sí con la cabeza. 

- Ese es el tipo que nos robó las herramientas. Es él, Confe, es él.

Es sábado por la mañana. Confesor y Austria esperan el cambio de luz en el semáforo de Trujillo Alto. Van al Walmart de Escorial para hacer la compra.

Confesor observa al muchacho que en ese instante cruza la avenida 65 de Infantería desde la esquina del edificio Concordia hacia el área de la De Diego. Va sorteando los carros sin respetar el peligro, como si llevara una prisa de vida o muerte.

Echando a un lado su apariencia totalmente desaliñada, a lo sumo, el muchacho tiene entre veinticinco y veintisiete años de edad. No más de eso. Pero, aunque joven, su cuerpo evidencia la carga de un vicio crónico y las penurias de habitar en la calle desde hace tiempo.

- ¿Estás segura? - pregunta Confesor.

- Segurísima, mi amor. Es él.

 


Isaac Rosa, «Rasgos occidentales»


La novedad pasó desapercibida al principio, tardaron un par de horas en descubrir el cuerpo extraño. No lo vieron los pescadores que encontraron la barca a la deriva, y que se limitaron a remolcarla a puerto. Uno de los marineros saltó a la piragua para enganchar la maroma y ni siquiera se atrevió a tocar los cuerpos buscando un resto de pulso en una muñeca o un cuello. Protegidas nariz y boca con un pañuelo, el hombre hizo rápidamente su trabajo, un par de nudos fuertes, y volvió a su embarcación algo mareado. El hedor de la putrefacción bastaba para certificar la muerte de la treintena de cadáveres amontonados en el escaso espacio de la barca, unos encima de otros, ni siquiera era fácil contarlos, enlazados brazos y piernas, retorcidos, como si antes de morir se hubiesen puesto de acuerdo para formar un atado de carne tiesa que se lo puso difícil a los equipos de rescate, que tuvieron que partir unas cuantas extremidades rígidas para liberar el atado de cuerpos.

Mientras ocho guardias civiles separaban los cadáveres y los transportaban a tierra para meterlos en las bolsas -imposible unir al tronco piernas y brazos yertos-, el responsable del juzgado iba rellenando su informe, en el que fechaba la muerte del grupo entre dos y cinco días atrás; los más rígidos fueron los últimos en morir, mientras que los menos resistentes tenían ya los músculos flojos y presentaban descomposición avanzada.
-Deben de haber estado no menos de tres semanas a la deriva, sin comida ni agua.

Aunque el juez había ordenado ya el levantamiento de varias docenas de cadáveres en los seis meses que llevaba al frente del juzgado de la isla, y su antecesor le había asegurado que acabaría acostumbrándose y con el tiempo ya no le impresionaría tanto, él seguía sin soportar aquella frecuencia de la muerte. Lo de hoy, además, era especialmente horrible, por la terquedad con que los cadáveres estaban enlazados unos a otros. Hacían falta dos guardias para doblar un brazo, que se tronchaba con un crujido de madera vieja. Un guardia joven vomitaba a pocos metros.
-Señor juez, venga a ver esto -dijo casi en susurro uno de los guardias a bordo de la barca, con las extremidades ocultas bajo varios cuerpos que parecían agarrados a sus piernas en súplica. Señalaba al suelo de la embarcación, a un punto invisible para el juez desde el muelle. El guardia, con expresión de espanto, se agachó y hundió las manos entre los muertos. Pareció forcejear durante varios segundos para desenganchar algo del fondo de madera. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y por fin, de un tirón, arrancó su objetivo, con tal impulso que perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre los cadáveres. Se revolvió asqueado, buscando un asidero para incorporarse pero sólo conseguía agarrar orejas y mandíbulas heladas, hasta que logró ponerse de rodillas. En esta posición levantó el cuerpo extraño con ambas manos, ofreciéndoselo a los que esperaban en el muelle. Todos hicieron el mismo gesto mecánico de quitarse las gafas de sol y arrugar los ojos para ver de qué se trataba.

Era un niño. Estaba recogido sobre sí mismo, doblado, con las rodillas contra el pecho y los brazos rodeándolas, no en la típica posición fetal, sino más encogido aún, como si hubieran intentado plegarlo. Era un niño. Era un niño blanco.

Nadie dijo nada en el muelle. Se quedaron mirando aquel cuerpecito momificado y blanquísimo, de una palidez que no había afectado el sol de semanas a la deriva, tal vez desde el principio encogido y protegido bajo los cuerpos. Era un niño blanco, y con el pelo liso y claro, aunque la descomposición le daba una textura de hojarasca sucia.

El guardia saltó de la barca hasta el muelle, con el niño en brazos, al que cogía ahora como si fuera su hijo, contra el pecho, la cabecita apoyada en el antebrazo izquierdo y la mano derecha sujetándolo por debajo, con cuidado, y no se atrevió a depositarlo en el suelo, como si no estuviera tan muerto como en efecto estaba, como si sus pocos meses de vida le diesen aún una esperanza de resurrección, contradiciendo su piel acartonada, sus ojos hundidos y sobre todo el olor, el fortísimo olor a podrido del pequeño cuerpo, de sus vísceras secas.

Tras medio minuto de inmovilidad y de silencio de los presentes, ese mismo silencio de quienes no quieren despertar o asustar a un bebé que duerme, el guardia encontró el mejor destino para el pequeño cuerpo: se lo entregó al juez, que con el rostro desencajado puso los brazos en forma de cuna y acogió el cadáver contra su pecho, asumiendo que su autoridad le obligaba a ejercer esa insólita tutela.
-Es blanquito -acertó a decir otro de los guardias, en voz baja.
-Se parece al chico de mi hermana, me cago en todo -dijo otro entre dientes.

No fue fácil informar del hallazgo. El funcionario encargado de redactar la nota de prensa se detuvo en mitad del párrafo. Leyó lo poco que llevaba escrito y se rascó la barbilla. Levantó el teléfono y marcó un número interno.
-Oye, no lo tengo claro. ¿Qué pongo? Es que lo de «un niño blanco» me suena un poco raro, así como racista, ¿no?
-¿Por qué? Es blanco, no hay más que decir.
-Ya, pero como nunca decimos que los cadáveres son negros… Solemos decir africanos, de origen africano, subsaharianos, esas cosas. Me suena raro lo de «un bebé blanco».
-Tú no lo has visto. Es blanquísimo. Parece sueco, te lo juro.
-Si no digo que no, pero dime qué ponemos.
-No sé. Si no te gusta lo de blanco, pon lo que se te ocurra. Pon que es un niño europeo. Como siempre decimos lo de africanos, pues europeo.
-¿Europeo? No sabemos de dónde es.
-Ya te he dicho que parece sueco.
-Ya, pero no sabemos su nacionalidad. Puede ser lo mismo europeo que norteamericano, qué se yo. O incluso africano. Sudafricano, que allí también hay blancos, ¿no?
-No le des tanta importancia. Pon «un bebé de rasgos europeos», y te curas en salud.
-¿Rasgos europeos? Tampoco me acaba de sonar bien. ¿Qué tal «rasgos occidentales»?
-Vale, me gusta. Adelante con ello. Rasgos occidentales. Exacto.

El hallazgo dio paso a todo tipo de especulaciones. Ante la imposibilidad de identificar al «bebé de rasgos occidentales» -pues la expresión fue reproducida por toda la prensa- redactores y tertulianos aburridos por la sequía informativa del verano se aplicaron en construir teorías que explicasen la presencia de un niño como aquél en una patera con veinticinco hombres y cuatro mujeres «de rasgos africanos».

Para unos, la solución al enigma podía estar en el naufragio de alguna familia «de rasgos occidentales» que estuviese de vacaciones en su velero por la zona y que tal vez se cruzó, en su deriva náufraga, con la patera. Los africanos habrían socorrido a los occidentales, aunque sólo habrían podido salvar al bebé, desapareciendo el resto de la familia. Algún informador truculento llegó a insinuar que los africanos, desesperados por la falta de alimentos, tal vez se habían comido al padre y la madre, y que se reservaban el mejor plato, el infantil, pero la muerte les llegó antes de poder zampárselo. Pasadas dos semanas del hallazgo, un humorista televisivo se atrevió a bromear con el asunto, proponiendo un chiste-adivinanza que tuvo éxito entre los veraneantes playeros. La teoría del naufragio familiar, sin embargo, chocaba con la inexistencia de náufragos conocidos. No sólo no se había encontrado resto alguno de barco en la zona, sino que tampoco existían denuncias de desapariciones.

Algún sedicente experto en todo tipo de asuntos de actualidad insinuó que tal vez el niño hubiese sido secuestrado, y que detrás estuviera una trama de tráfico de órganos, y para sostener su teoría contó algunos casos de niños secuestrados en países del tercer mundo mientras estaban de vacaciones con sus padres y de los que nunca más se supo, lo que sólo fue tomado en serio por un suplemento dominical que recuperó una vieja información relativa a los niños «de rasgos occidentales» desaparecidos en el tsunami asiático de 2004 y que siguen perdidos. Sin embargo, el pequeño muerto no debía de tener más de cinco o seis meses, lo que hacía inverosímil la posibilidad de un secuestro contra turistas, del que además no existía tampoco denuncia.

Otra teoría con cierto respaldo mediático fue la de que en realidad se tratase del hijo de una de las mujeres que aparecieron muertas a bordo. Era algo habitual que en las pateras se embarcasen mujeres con sus hijos, en ocasiones recién nacidos. La «excepcionalidad racial» -siguiendo la expresión que eligió el postulante de tal teoría- se explicaría por la paternidad del niño, que habría sido fecundado por el semen de un hombre «de rasgos occidentales» en el vientre de una mujer «de rasgos africanos». El impulsor de esta solución balbuceó un argumento un tanto confuso sobre los genes dominantes y los genes recesivos, lo que abrió un par de semanas de tertulias televisivas en torno a las leyes de Mendel, en las que no faltaron llamadas de espectadores que contaban casos en primera persona, de niños negros -así los llamó una espectadora incorrecta- nacidos de padres blanquísimos, o de niños lechosos salidos de vientres oscuros.

Sólo un periódico, en un suelto a pie de página, relacionó vagamente la aparición del pequeño cadáver con algo similar sucedido ocho meses atrás, y de lo que ya nadie tenía recuerdo: la presencia, en una patera igualmente difunta, del cadáver de un hombre «de rasgos occidentales», un hombre de unos cuarenta años, de pelo y barba castaños, que había muerto de deshidratación e hipotermia entre otros quince hombres «de rasgos africanos». Entonces se pensó que podía tratarse de uno más entre los muchos periodistas que decidían emprender la travesía en patera para realizar un reportaje heroico y premiable, una crónica desde dentro del infierno. Puesto que ningún medio de comunicación reclamó aquel muerto como propio, se concluyó que podía tratarse de un freelance, un periodista independiente que buscaba realizar un buen reportaje que luego vendería al mejor postor. Nadie supo identificar aquel muerto, y nadie lo echó de menos, así que pronto cayó en el olvido.

El pequeño cadáver fue enterrado en el cementerio municipal de la localidad a cuyo puerto fue remolcada la patera. En una ampliación del mismo, donde ya no cabían muchos más cuerpos anónimos, fueron enterrados los veintinueve africanos según la costumbre, en cajas sencillas y sellando el nicho con una lápida que decía «inmigrante sin identificar», la fecha de la muerte -la del hallazgo, pues se desconocía el día exacto del fallecimiento de cada uno- y el número de expediente judicial como toda identificación para el caso improbable de que algún día fuesen identificados y reclamados.

El bebé, sin embargo, fue sepultado en la zona común del cementerio, en un nicho en el que sólo constaba el número de expediente, pues nadie se atrevió a colocarle la etiqueta de «inmigrante». A su entierro asistieron el alcalde, varios concejales, el delegado del Gobierno y un par de consejeros autonómicos, así como un centenar de vecinos. Aunque algunos de éstos eran habituales en los enterramientos colectivos, e incluso llevaban flores cada uno de noviembre para aquellas tumbas sin familia, la mayoría, y por supuesto las autoridades, no habían acudido a otros entierros, aunque se tratase de niños, que también los hubo anteriormente, si bien «de rasgos africanos».

Liquidado el verano y sus morosidades informativas, en septiembre ya nadie se acordaba del extraño suceso. Seguían llegando pateras cada semana y seguían apareciendo muertos: algunos llegaban a bordo de embarcaciones fantasmas que derivaban durante semanas eludiendo las costas en una ruta caprichosa que sólo buscaba el agotamiento de sus pasajeros por inanición y frío, y que sólo tocaban puerto o se acercaban a un pesquero cuando el cruel timonel invisible se aseguraba de que todos estaban muertos. Otros aparecían en el registro de una bodega, asfixiados entre toneladas de plásticos, con los dedos y las orejas comidos por ratas marineras que se alimentan de polizones exhaustos. Los había que alcanzaban la costa flotando, con el vientre hinchado y la carne descompuesta. Si la corriente no los depositaba en una playa o puerto habitado podían permanecer durante días golpeando las cuchillas de un acantilado con cada ola, hasta quedar desfigurados y mutilados. Otros, en cambio, se hundían con la embarcación travestida en ataúd, y se incorporaban al contingente incontable de quienes cubren de huesos el fondo oceánico entre uno y otro continente, como un puente submarino que crece y crece hasta que tal vez un día alcance la superficie y podamos atravesar el Estrecho a pie, caminando sobre ese fondo recrecido con continuas aportaciones.

Con la inminencia del otoño, mientras los veraneantes abandonaban las playas, los huidos siguieron cruzando el mar en barca, y la única diferencia es que ahora morían de frío antes que de hambre y deshidratación.

En una de aquellas barcas se produjo el nuevo hallazgo, por parte de una patrullera de la guardia civil que la localizó sin rumbo en alta mar, a merced de las corrientes. Desde la cubierta los guardias pudieron ver cómo, entre los más de setenta embarcados, todos muertos y sentados en orden con pacífica apariencia de durmientes, resaltaba bajo el sol la blancura achicharrada de dos cuerpos: una mujer joven, corpulenta, con el pelo liso y negro recogido en un moño, vestida con una camisola harapienta, con las mejillas, la frente, los brazos y los muslos desollados por la quemazón solar. Y en sus brazos, apretado contra el pecho, un bebé igualmente blanco, blanquísimo, envuelto en una toalla y con el cuero cabelludo abrasado.

Los guardias se quedaron unos minutos mudos, apoyados en la barandilla de cubierta, mirando la bamboleante embarcación, sin saber qué hacer ni decir, como si estuviesen ante una señal, un aviso, un símbolo que no sabían descifrar.

Al llegar a puerto, una docena de fotógrafos y cámaras de televisión esperaba el macabro remolque. Aparte de un par de tomas generales de la embarcación, todas las instantáneas y planos se centraron en la inusual pareja, obviando a otras dos madres muertas con hijos muertos que viajaban en la embarcación, en este caso de «rasgos africanos».

La imagen de la madre y el hijo «de rasgos occidentales», que en su mortal postura tenían un fácil eco de imaginería religiosa clásica que les daba mayor fuerza icónica, ocupó portadas y aperturas de telediarios donde presentadores con el rostro desencajado informaban del sorprendente suceso, sin atreverse a formular hipótesis.
Incluso los habitualmente incontinentes tertulianos se limitaron a reproducir frases hechas desde la conmoción.

El Ministro del Interior improvisó una comparecencia pública en la que intentó transmitir un mensaje de tranquilidad, sin que nadie entendiese de qué pretendía tranquilizarnos. Informó de que estaba en marcha «una investigación a fondo» para encontrar «una explicación a lo sucedido». Hizo un llamamiento a todo aquel que creyese reconocer a la fallecida y pudiese aportar alguna pista «que ayude a establecer su identidad», para lo que facilitó un par de números de teléfono. Por último, dijo estar en contacto con sus colegas de los gobiernos europeos para «coordinar esfuerzos», y anunció que se destinarían «más medios económicos y humanos» para «reforzar el control y vigilancia» en el Estrecho.

La policía envió circulares a todas las comisarías ordenando el cotejo de la fotografía de la fallecida con las denuncias de personas desaparecidas. Igualmente, Exteriores inició una pesquisa similar con embajadas y consulados. Una semana después, y mientras los dos cadáveres seguían en una nevera del Instituto Anatómico Forense -cuando sus compañeros de último viaje habían sido ya enterrados con sus respectivos números de expediente en un desbordado cementerio municipal-, la policía disponía de una veintena de expedientes de mujeres desaparecidas que presentaban alguna similitud con la fallecida de la patera.

El examen forense, que ya había confirmado mediante análisis de sangre el vínculo maternofilial de la extraña pareja, ofrecía unos cuantos datos -estatura y peso, grupo sanguíneo, color de ojos, dentadura, cicatrices…- cuyo contraste fue eliminando a las candidatas una tras otra. Mientras no averiguasen la identidad de aquella mujer, a nadie se le pasaba por la cabeza la inmediata pregunta: ¿qué hacía allí? ¿Por qué viajaba en aquella patera con su hijo y con setenta y cuatro hombres, mujeres y niños africanos? ¿Por qué había emprendido aquel peligroso viaje?

Las preguntas fueron aplazadas ante la pronta aparición de otro suceso inexplicable de características similares. En una playa gaditana, en una mañana fría de martes, cuando sólo una pareja de jubilados paseaba a su perro, una barcaza fuertemente escorada se aproximó. Los dos ancianos miraron con curiosidad aquella chatarra flotante, de la que saltaron ocho hombres al agua cuando estaban a apenas veinte metros de la costa. Agotados tras la travesía, con los brazos y piernas entumecidos por el frío y las horas de inmovilidad, los ocho se fueron al fondo como piedras, con tan sólo un breve pataleo de protesta antes de ahogarse.

Cuando llegó el todoterreno de la Guardia Civil, avisado por el móvil de uno de los jubilados, ya estaban al sol seis de los ocho ahogados, mientras los otros dos se veían próximos, asomando en las olas altas para luego hundirse brevemente. La barca seguía en el mismo sitio, levemente mecida, unos metros más atrás del rompeolas. Un brazo que asomaba rígido, como señalando terco al cielo, avisaba de más cadáveres a bordo.

De entre los seis cadáveres que los guardias encontraron desperdigados por la arena, uno era de un joven blanco. Quedó boca arriba, con un brazo estirado y el otro cruzado sobre el pecho. Vestía un pantalón de chándal y un jersey de lana deshecho por el agua. Un pie conservaba una sandalia, el otro ya descalzo. No tendría más de veinte años, de rasgos suaves, con barba de varios días, rojiza como el pelo.

Los guardias preguntaron a los testigos si se trataba de un valiente que se había lanzado al agua para auxiliar a los inmigrantes. Los jubilados aseguraron que no habían presenciado tal acto heroico, que ellos estaban solos en la playa. Un guardia avisó a la central mientras otros dos, vestidos de neopreno, se acercaron a la barca. Los testigos comprobaron lo que ya sospechaban: que en el punto en que se habían ahogado los ocho apenas cubría. Uno de los guardias rozaba con las puntas el fondo y mantenía la cabeza fuera del agua.

Empujaron la barcaza hacia la orilla, buscando la complicidad de las olas. Cuando por fin pudieron asomarse a su interior, los guardias descartaron definitivamente la hipótesis del socorrista temerario: entre los nueve cadáveres tumbados en el fondo de la patera, tres de ellos eran de varones «de rasgos occidentales» como el que yacía en la orilla.

Los ciudadanos quedaron desconcertados al ser informados del suceso. Cuatro jóvenes blancos en una patera, muertos de hipotermia, uno de ellos ahogado al intentar alcanzar la orilla. Blancos, blancos. Sin ninguna duda. No podían ser tomados por magrebíes, en esa zona de confluencia racial por la que algunos habitantes del norte de áfrica pueden ser confundidos por habitantes del sur de Europa, y viceversa. Nada de eso. Eran de piel blanquísima y rasgos escandinavos, como si tuvieran una voluntad férrea de alejar cualquier sospecha sobre su origen.

Ante el enmudecimiento de las autoridades, incapaces de formular una mínima hipótesis verosímil que explicase aquella desgracia, los rumores se impusieron, y por los foros de Internet comenzaron a circular todo tipo de explicaciones.

Para unos se trataba de un juego, una apuesta, poco menos que un deporte de riesgo que habría llevado a cuatro jóvenes europeos acomodados a arriesgar la vida cruzando el Estrecho en una patera. Aparecieron confesiones anónimas de supuestos descerebrados que habrían realizado el mismo trayecto y habían salido con vida, y hasta se habló de la existencia de una empresa de recursos turísticos que organizaba la aventura con todo incluido: viaje a los puntos de origen, hotel durante los días de espera, plaza en una patera, recogida en el punto de llegada y hasta embarcación de apoyo durante la travesía. Incluso se supo de varios casos de adolescentes aburridos que, estimulados por los rumores, se pusieron de acuerdo en un foro de Internet para planear de cara al verano siguiente una «quedada» en Marruecos y una «aventura migratoria», para lo que intercambiaron direcciones de contacto, consejos de navegación y fechas posibles. El intento fue desbaratado por la policía encargada de delitos electrónicos, que interceptó los mensajes y avisó a los padres de aquellos cretinos.

Aunque atractiva, la hipótesis lúdica, esa idea de cuatro locos embarcados por pura diversión y que acababan ahogados, chocaba con dos incompatibilidades: el hallazgo un par de semanas antes de aquella madre con su hijo -poco vinculable con una práctica deportiva- y el hecho de que nadie hubiese reclamado ni reconocido siquiera aquellos «cadáveres hermosos» -en expresión de un cursi articulista que tituló así su columna dominical.

Otros noveleros sugirieron que los fallecidos «de rasgos occidentales» ya estaban muertos antes de embarcar, lo que dio nueva vida a los partidarios de la implicación de secuestradores de turistas y traficantes de órganos, algo que no mostraba ningún indicio de verosimilitud, pero aún así circuló en correos basura durante semanas, junto a otras sugerencias relacionadas con las más variadas prácticas delictivas: desde el narcotráfico al proxenetismo pasando por las más escabrosas parafilias.

Por último, hubo quien quiso ver en lo sucedido una mano negra con propósito justiciero, una conspiración humanitaria que pretendería, mediante el naufragio de hombres, mujeres y niños «de los nuestros», incrementar la escasa sensibilidad europea hacia la tragedia de miles de africanos embarcados. La posibilidad de una trama filantrópica hacía aguas por todas partes. ¿Quiénes eran los embarcados? ¿Eran voluntarios suicidas que sacrificaban su vida en la esperanza de una conmoción que remediase aquel drama? ¿Estaban muertos antes de embarcar, meros cadáveres colocados en las barcas por una siniestra ONG? ¿Los mataban antes del viaje, o durante el mismo? ¿O tal vez eran los propios africanos los que forzaban a los europeos a subir a bordo y acompañarles como rehenes, testigos o garantía de visibilidad?

Aún hubo otras hipótesis más delirantes, mientras los tertulianos radiofónicos iban entrando en calor y pronto se emplearon a fondo en la reproducción matutina de teorías absurdas, la expresión de buenos sentimientos, la exigencia de responsabilidades, la propuesta de soluciones o la denuncia de las injusticias del mundo.

Lo cierto es que nadie era capaz de ofrecer una explicación al menos verosímil, y de ahí el recurso a respuestas estrafalarias. Algo se había roto, una grieta inesperada en la pared de lo previsible, de lo acostumbrado, de lo lógico. El impacto y la incomprensión eran similares a los que habría causado el aterrizaje de una nave espacial en pleno centro de Madrid. Con una diferencia: para una visita alienígena teníamos antecedentes, aunque fuesen imaginarios. Pero cuatro cadáveres blancos en una patera, una mujer blanca abrazada a su hijo entre decenas de negros ahogados, o un bebé blanco encogido bajo docenas de cuerpos eran fenómenos paranormales para los que carecíamos de esquemas de interpretación; no había molde donde encajarlos. Algo se había roto.

El gobierno, sin salir de su estupor, multiplicó los efectivos policiales que vigilaban el Estrecho, e improvisó una cumbre de alto nivel con Marruecos, donde las noticias habían causado una conmoción similar. Las autoridades marroquíes organizaron redadas en las localidades desde donde partían las pateras. Se realizaron registros en las pensiones donde los inmigrantes aguardaban noches sin luna para navegar, se interrogó a fondo a los patrones que organizaban los embarques, se puso vigilancia sobre los turistas y se infiltraron agentes policiales en las partidas de inmigrantes listos para salir. Una agitación administrativa y policial que no consiguió nada, por lo que la presión fue decreciendo con el paso de los días.

Durante semanas, los medios de comunicación centraron su atención en los viajes de uno a otro continente. Periódicos, radios y televisiones enviaron equipos especiales a ambas orillas así como a bordo de embarcaciones que recorrían el Estrecho a la búsqueda de pateras con pasajeros insólitos. Cuando divisaban una embarcación la abordaban, disputando la exclusiva del posible tesoro con las lanchas y yates de otros medios de comunicación, en una auténtica caza de la patera que hizo que en su ímpetu provocasen el vuelco de una barcaza llena «sólo de africanos». Los periodistas ayudaron a subir a bordo a la mayor parte de náufragos, pero dos de los inmigrantes se ahogaron antes de ser rescatados. Uno de los fotógrafos presentes tomó una espeluznante serie de imágenes del ahogamiento que meses después le hicieron ganar un importante galardón de fotoperiodismo.

Este accidente, junto a la detención por parte de la policía marroquí de dos periodistas españoles cuando se disponían a embarcarse en una piragua con cuarenta hombres, hizo que las fuerzas de seguridad pusiesen coto a aquellas actividades que, por otro lado, habían reducido a mínimos el tráfico de pateras, imposibilitado por la congestión de embarcaciones en la zona.

De ahí que los informadores se limitasen a tomar posiciones en los posibles puntos de destino. En las playas habituales, abandonadas por el invierno, aparecieron caravanas y tiendas de campaña donde pasaban frío decenas de periodistas, que jugaban a las cartas o echaban partidos de fútbol en la arena para entrar en calor, aburridos hasta que avistaban una embarcación y, cámara en ristre, se lanzaban hacia ella, no dudando incluso en meterse en el agua helada y arriesgar sus equipos fotográficos con tal de ser los primeros en retratar una patera que, para su decepción, sólo transportaba cadáveres «de rasgos africanos», negros, negrísimos.

La decepción y la impaciencia por el paso de los meses sin nuevos hallazgos hizo que los titulares de los periódicos adoptasen un tono inhumano. «Aparece una patera con doce muertos, todos africanos». «Sólo africanos entre los veinte ahogados». «La guardia civil sólo ha recuperado cadáveres de rasgos africanos tras el naufragio de la patera».

El invierno pasó, dejando tras de sí otros cuarenta y nueve muertos de frío, algunos flotando de playa en playa, otros rígidos en posturas horribles a bordo de pateras sacudidas por el temporal. Un número indeterminado de inmigrantes debió de acabar en el fondo del mar, aplicados a la tarea de recortar su profundidad mediante la sedimentación de esqueletos.

Con la primavera y el buen tiempo aumentó de nuevo el número de embarcaciones que alcanzaban la costa, eran detenidas en alta mar, derivaban durante días o se hundían directamente. Los cadáveres siguieron atestando los cementerios y obligando a nuevas ampliaciones, sin que entre el recuento primaveral apareciera un solo hombre «de rasgos occidentales». Aunque algún magrebí de piel clara llevó a la confusión, y mantuvo en vilo a los informadores y a la cada vez más desentendida opinión pública, los exámenes forenses descartaron otro origen distinto al africano.

Con el verano, como cada año, con la previsibilidad y puntualidad de una migración de aves que no faltan a su cita anual con los climas benignos, las pateras se multiplicaron y con ellas los ahogados. Los periódicos, cada vez más escépticos con la posibilidad de un nuevo hallazgo, enviaron a sus estudiantes de periodismo en prácticas a la zona, por si saltaba la liebre en cualquier momento.

Tras el verano, al cumplirse un año desde la última sorpresa, poca gente se acordaba ya de aquellos momentos en que asistimos con inquietud y asombro a la inesperada desnaturalización del fenómeno migratorio. Los expertos, investigadores, informadores, tertulianos y opinadores varios del fenómeno retomaron sus rutinas, sus interpretaciones, sus propuestas, sus contabilidades y sus expresiones inofensivas. El gobierno fue desactivando poco a poco el operativo especial del Estrecho y pudo retirar efectivos que serían destinados a otros ámbitos más desguarnecidos, que para recoger cadáveres no se necesitaban tantos guardias.

Los ciudadanos nos desinteresamos poco a poco del inexplicado asunto, y comprobamos con inconfesable alivio que ya sólo llegaban muertos africanos. Sólo africanos.

Sin embargo, todavía hoy, a veces, cada vez que una patera se perfila en el horizonte marino, un cuerpo flota tumefacto a escasos metros de los bañistas, una patrullera descarga en el muelle una docena de cadáveres o la bodega de un barco es registrada en busca del origen del insoportable olor a muerte, los testigos se estremecen un segundo pensando en ese suceso imprevisible del que ya hay antecedentes, imaginando que aparezca un bebé, una mujer, un joven, un cadáver hermoso. De rasgos occidentales.

Como tú, hipócrita lector, que has podido contar entre las líneas de este relato al menos doscientos cuatro cadáveres, ahogados, deshidratados o muertos de frío, y sin embargo sólo te has extrañado por siete de ellos: cuatro hombres, una mujer y dos niños. Y acaba el relato y sigues esperando, entre curioso e inquieto, por si acaso la grieta abierta en lo previsible supura algún nuevo cadáver de rasgos occidentales antes del punto final. O si la grieta se ha cerrado definitivamente y podemos seguir con la vieja cuenta. Sólo africanos.


 

 

Tomado de “Inmenso Estrecho II. Cuentos sobre inmigración” El cultural. 30 de noviembre de 2006. https://elcultural.com/Inmenso-Estrecho-II-Cuentos-sobre-inmigracion

 

Isaac Rosa, «Horas extraordinarias»

A la generosidad de nuestra compañía debemos la instalación, años atrás, de una máquina de café en el pasillo. Aunque inicialmente fue visto con recelo por algunos empleados, y por el delegado sindical, que advirtió que aquello era una forma de control, de disposición de nuestro tiempo, de acortar la pausa del café y retenernos más horas en el centro de trabajo, lo cierto es que el paso de los años ha demostrado las ventajas del asunto: nos ahorra la molestia del desplazamiento a cafeterías ajenas al edificio, especialmente en los días de frío o de lluvia, en que la intemperie de las calles desnudas el polígono no puede atraer a nadie, y hasta los empleados más diletantes preferirán la comodidad de la oficina isotérmica. Por no hablar del ahorro económico, pues la máquina de café tiene un precio simbólico (50 céntimos de euro la taza), frente al abuso de la cafetería habitual que, por ser la única cercana, impone sus tarifas sin competencia (1 euro la taza). La oferta de la máquina es, además, más ajustada, lo que aleja a los empleados más disolutos de las tentaciones presentes en la cafetería, ya sean bebidas alcohólicas, ya máquinas tragaperras. Además, la familiaridad enmoquetada de la oficina templa los ánimos y las conversaciones, pues los habituales deslenguados moderan su lenguaje y frenan las maledicencias y cizañas que enrarecen el ambiente y tanto daño hacen a la convivencia laboral.

 

Desde hacía varios meses era costumbre que permaneciesen en sus puestos de trabajo más allá de la hora de salida. Aunque era algo ya consolidado, y que no necesitaba excusas, no faltaba quien, cada tarde, cinco minutos antes de las siete, se levantaba de su mesa, se acercaba a la pared acristalada y, señalando hacia la hilera de luces rojas y blancas que formaban la caravana inmóvil, exclamaba para los demás, como si fuera una novedad:

- Ya se ha montado el atasco. Va a ser mejor esperar un rato antes de salir.

Era la frase que todos aguardaban oír. Levantaban la mirada de los monitores, consultaban el reloj, des desperezaban y recibían el anuncio como una autorización para continuar con sus trabajos.

En efecto, todos admitían que era preferible permanecer en la oficina hasta que, una o dos horas después, el tráfico en la autopista fuese más fluido. De todas formas, tanto si salían ahora como si esperaban, llegarían a sus casas a la misma hora, con la diferencia de que en la oficina podían adelantar algo de trabajo (y siempre había trabajo de más, eso no faltaba), mientras que después de hora y media o dos horas de atasco uno llegaba a casa cansado y furioso, cuando no dañado física o moralmente en una de las habituales peleas del atasco, que solían empezar con un bocinazo, un grito con la ventanilla bajada, un corte de mangas, y toda es altanería conductora que termina en empujones, bofetadas, pastadas al aire y algún puñetazo antes de que uno de los dos se retire a su vehículo, humillado. Desde el ventanal de la oficina habían presenciado más de una tarde el espectáculo de dos púgiles que, descendidos de sus monturas, iluminados por los faros del resto de coches, iniciaban el baile de manotazos torpes y agarrones a las camisas, antes de caer al suelo y simular una pelea desganada, a la espera de ser separados.

 

Aunque hablemos de máquina de café, en realidad su oferta es mucho más amplia. Además de poder elegir la concentración de café (normal, suave, cargado), la cantidad de leche añadida (solo, cortado, con leche, manchado), y el edulcorante (azúcar, sacarina), la máquina ofrece té, leche sola y chocolate, todo al mismo precio. Junto a ella, otra máquina, instalada posteriormente, expone a través de su frente transparente varios estantes con alimentos envasados: sándwiches (jamón y queso, vegetal, ensaladilla, salmón, beicon; a 1,20 euros cada uno); empanadas (bonito, carne; a 1,50 euros la unidad); bollería (magdalenas, bizcochos, donuts, cruasanes; precios entre 0,60 y 1 euro); aperitivos salados (patatas chips, aceitunas, frutos secos; entre 0,75 y 1,20 euros, dependiendo de tamaños y presentaciones). Una tercera máquina, de reciente aparición, surte a los empleados con bebidas refrescantes (0,60 euros la lata de 33 cl.). De esta forma, cualquier empleado puede componerse un desayuno suficiente a media mañana, puente entre el café de primera hora y el almuerzo.

 

Dos horas después, a las nueve de la noche, el tráfico en la autopista era todavía lento, pero el atasco iba desliéndose de forma progresiva. En la oficina solo quedaban ya seis empleados, cuyo tecleo en los ordenadores sonaba cada vez más cansino. Los teléfonos habían callado hacía ya más de una hora, y al fondo se veía el pasillo oscuro y las puertas de los despachos cerradas. Aurora, contratada por una empresa de limpieza, pasaba el trapo por las mesas desocupadas, y también por las aún ocupadas, cuyos inquilinos levantaban los pies para la escoba o se retiraban brevemente para que limpiase la superficie de la mesa libre de papeles, y estos gestos los hacían como autómatas, sin mirar a la mujer, a la que devolvían un mecánico ‹‹buenas tardes››

Sentado a su mesa, Juan (treinta y cinco años, licenciado en económicas, seis años de antigüedad en la empresa, 1.470 euros brutos al mes, 14 pagas) tamborileaba con los dedos sobre el ratón del ordenador. Miró a la ventana, al exterior ya anochecido, y después echó un vistazo sin mucho interés a la oficina, la gran sala diáfana parcialmente oscurecida, solo algunos flexos escondidos sobre las últimas mesas ocupadas. Vio cómo se ponía el abrigo uno de los empleados, y sin despedirse se alejaba por el pasillo. Recuperó bajo varias carpetas el periódico del día, y lo desplegó sobre la mesa. Abrió la última página, la programación televisiva. A ver, a ver. Miró el reloj y después consultó la oferta nocturna. Un par de series que le aburrían; una película interesante pero cuya duración, cortando espacios publicitarios, la haría interminable, y un concurso idiota. Qué coñazo, nada que merezca la pena. Metió el periódico en la papelera que Aurora acababa de vaciar, y puso los dedos sobre el teclado. A ver si termino esta mierda y me la quito de encima de una puta vez.

A dos mesas de distancia, Paloma (treinta y dos años, licenciada en derecho, tres años de antigüedad en la empresa, 1.150 euros brutos al mes, 14 pagas) tecleaba despacio y fruncía los ojos ante el monitor. Giró la cabeza, miró más allá de donde alumbraba su flexo, a la mesa ya vacía y oscura del empleado que acababa de marchar. Joder, se me fue y ni me enteré. Intentó calcular cuánto tiempo podía haber pasado desde la última vez que vio aquella mesa ocupada. La duración de tres párrafos, no más de dos o tres minutos. Miró al pasillo en penumbra, por si aún se veía al marchado. Ya debe estar en el garaje, por mucho que corra no lo alcanzo. Pensó en el pasillo oscuro, en ascensores silenciosos que se detienen en plantas deshabitadas sin que nadie los llame; las puertas se abren y solo ves un pasillo desierto, el brillo de las luces de emergencia, los despachos cerrados. Vale, espero al siguiente, así, mientras, avanzo un poco más el documento.

En un lateral, con la mesa junto a la ventana, Ernesto (cincuenta y cuatro años, bachillerato y universidad laboral, veintidós años de antigüedad en la empresa, 1.925 euros brutos al mes, 14 pagas y una de antigüedad a cobrar en febrero próximo) observaba su teléfono móvil que, sobre la mesa, giraba despacio y lanzaba destellos de luz azulina. La vibración del aparato sobre el tablero hacía un ruido como de castañeo. Duró casi medio minuto y después cesó, agotado. Unos segundos después, lanzó un breve destello, como un coletazo de la agitación anterior, un estertor. Ernesto tomó el teléfono, marcó y esperó a escuchar el mensaje. ‹‹Ernesto, son las nueve y no sé dónde estás. A la oficina no te he llamado, porque no me creo que un viernes estés ahí a estas horas. Llámame cuando leas el mensaje. Yo quería ir al híper, pero ya no llegamos a tiempo, así que iremos mañana. El niño, para variar, no me hace ni puñetero caso con lo de fin de semana, ya le he dicho que hablarás con él, a ver si lo pones en su sitio al mierda de niñato este.›› Ernesto dejó el teléfono sobre la mesa, miró el reloj y se balanceó unos segundos en la silla giratoria. Hacia la mesa. Hacia el pasillo. Hacia la mesa. Tomó el teléfono, acarició las teclas. Lo soltó en el mismo sitio, y reanudó el tecleo en el ordenador.

Envuelto en el humo, espeso y turbio, que la luz del flexo dejaba colgando sobre la mesa, Luis (veintinueve años, licenciado en empresariales y máster MBA, seis meses de antigüedad en la empresa, 1.320 euros brutos al mes en 14 pagas) apagó un cigarrillo en el cenicero que Aurora acababa de limpiar, el teclado lleno de ceniza que como nieve sucia había resistido en la mesa el paso indolente del trapo. Bueno, bueno. Esto está hecho, un par de horitas y se lo dejo en la mesa para cuando llegue el lunes. Coño, Luis, no me esperaba que terminases esto tan rápido. Y además está muy bien, has hecho un gran trabajo. ¿Qué te parece si comemos juntos y hablamos de aquella posibilidad que te comenté? Bueno, bueno. Encendió otro cigarrillo, y dio varias caladas mientras miraba el documento en blanco en la pantalla. Solo hace falta encontrar el modo de empezar, y luego todo viene solo. ‹‹En los últimos años, el crecimiento de la economía ha hecho posible.›› No, no, esa es una fórmula típica. ‹‹Según los indicadores disponibles de la economía española, y en concreto del sector que nos ocupa.›› Espera, espera, eso suena tostón, él quiere algo más especial, para lucirse. Luis, pasa un momento a mi despacho. Pasa, cierra la puerta. Mira, tengo un trabajo especial, que no sé a quién encargárselo, y he pensado en ti. Me gusta cómo trabajas, te vengo observando desde hace unas cuentas semanas, y tengo que decirte que estamos muy satisfechos con tus rendimiento. Incluso hemos pensado algunos cambios en la estructura de este departamento, y créeme que te tenemos muy en mente, nos gusta tu estilo y tu, digamos, compromiso con el proyecto colectivo de eta empresa, ya me entiendes. Es un trabajo especial, como te decía. Lo haría yo mismo, pero es que no tengo tiempo ahora mismo, y creo que es una buena oportunidad para ti. Eso sí, esto queda entre tú y yo, ¿estamos? Tú sabes que la confianza, la lealtad, es un valor en esta empresa, y de ti no espero menos. A ver, a ver. ‹‹El comportamiento de la economía, como indican los indicadores macro-económicos más.›› ¿Más indicativos? Indican, indicadores, indicativos. Espabila, cretino. Ya está. Podemos empezar con un par de frases ingeniosas, algo brillante. Hay que seducir al auditorio. Recursos retóricos, eso es. O apoyarse en anécdotas. ¿Y algún paralelismo histórico? Eso siempre cautiva al público. ¿Necesitará que le escriba también los saludos y agradecimientos iniciales? No creo, y pensará que le tomo por inútil si se lo escribo todo. En realidad solo necesito unas notas, Luis, ya sabes, algo para guiarme. Se trata de una intervención ante un foro muy prestigioso, y quiero estar a la altura, es decir, que nuestra empresa esté a la altura. Sé que puedes prepararme algo a la altura, confío en ti. Bueno, bueno.

Frente a Luis, pero mostrándole el perfil, según la disposición de las mesas que formaban cruces en el despacho, Carlos (veintisiete años, licenciado en filología hispánica, dos meses en la empresa, 850 euros brutos al mes, 14 pagas) dio un puñetazo sobre la mesa. En realidad fue un puñetazo simulado, sordo, un gesto que se pretendía lleno de rabia pero inocuo, una representación para uno mismo y su conciencia. A tomar por el culo, pensó Carlos. Si hay un horario, hay un horario. No vale la mano amistosa sobre el hombro, la sonrisa cabrona, Carlos, muchacho, ya sé que es viernes, pero necesito que me prepares esas carpetas antes de irte, porque el lunes pasaré muy temprano a recogerlas, de camino al aeropuerto. No te importa, ¿verdad? Claro que me importa, cabrón. Claro que me importa quedarme un viernes por la tarde para hacerte tus putas carpetas. El horario, cabrón. No me pagas por horas, no me pagas las extras. Con el horario normal, 40 horas a la semana, 160 horas al mes. A 5,31 euros la hora, en bruto, cabrón. Y si empezamos a sumar horas extras, ¿a cuánto me pagas la hora, cabrón? ¿A tres euros? Claro, pero la manita en el hombro. Carlos, muchacho, ya sé que es viernes, pero sé que eres un buen chico, con ese sentido de la responsabilidad que te han inculcado en tu casa, tus padres tan trabajadores, esa filosofía de obrero enajenado, el trabajo más vale que sobre que no falte, el orgullo del trabajo bien hecho, la formalidad heredada de varias generaciones de trabajadores sumisos, a mandar, que para eso estamos. Carlos, muchacho, sé que eres como ellos, que en el fondo te aplicas, te dejas los cuernos, para hacer el trabajo lo mejor posible, aunque la empresa te importe una mierda, porque son muchos años de otra mano, la paterna, en el hombro, en la cabeza infantil, hijo, el trabajo bien hecho, mientras haya trabajo todo va bien, más vale que sobre que no que falte, que nunca te puedan acusar de vago, de insolvente, de caradura.

 

Con el comedor, la compañía una vez más se adelantó a las reivindicaciones de los empleados. Era algo que acabaríamos solicitando formalmente, pues ya hacía algún tiempo que se comentaba su necesidad a la hora de almuerzo, cuando la mayoría desplegábamos en las mesas de trabajo los bocadillos y fiambreras traídos de casa. Ya eran pocos los que preferían el restaurante del polígono, por lo elevado del gasto mensual (menú del día, tres primeros a elegir, tres segundos a elegir, vino, postre y café; 7,20 euros), y por lo poco saludable de ingerir todos los días una comida copiosa y ajena a dietas equilibradas (primeros platos de cuchara; segundos platos de fritanga; los miércoles, cocido completo; los jueves, paella). Además, nadie va a su casa a comer, pues vivimos lejos, y entre la ida y la vuelta se consumiría la hora y media de que disponemos para almorzar. Nadie va a casa, y acabamos perdiendo el tiempo en pasear por el cercano centro comercial (con el riesgo de consumo superfluo, compras innecesarias), o mirándonos los pies sentados en el banco del pequeño parque hicieron sobre la escombrera. Dentro de la oficina, además de la comodidad climática, podemos aprovechar el tiempo de almuerzo para actividades enriquecedoras. Así, algunos estudian, otros leen, hay quien hace gimnasia subiendo y bajando escaleras, aunque la mayoría preferimos adelantar trabajo, que nunca falta, y cada hora adelantada es una hora ganada que tal vez sirva para no salir mucho más tarde de la hora de fin de jornada. De ahí la buena acogida que tuvo la instalación de un comedor en la inútil sala de reuniones de la segunda planta. La gran mesa es suficiente para quienes acuden al comedor (pues aún son muchos los que prefieren comer en su puesto de trabajo, ya que entre bocado y bocado se puede aligerar trabajo), y la nevera y el microondas son utilizados por la mayoría para conservar alimentos y calentar las comidas traídas de casa. 

 

A las once menos cinco de la noche, Juan buscó en su cartera algunas monedas sueltas. ‹‹¿Queréis algo de la máquina?››, preguntó a nadie, a todos, la fórmula habitual de cortesía, y sin esperar respuesta salió por el pasillo. Café solo, 50 céntimos. Se acercó a la pared acristalada, que le devolvía su reflejo, el rostro cansado, el faldón de la camisa colgando. Viernes noche, gilipollas. Cogió el vaso en alto, con el brazo en ángulo recto, el gesto del bebedor de cubata al acecho, e inició un paso de baile torpe y casi estático, apenas un balanceo suave de caderas, siguiendo su reflejo en el cristal, y silabando una melodía pretendidamente bailable. Gilipollas.

Paloma escuchó el ‹‹buenas noches›› de Carlos, que ya enfilaba el pasillo mientras se colocaba la cazadora. Espera, Carlos, gritó, sorprendiendo al resto de empleados. Me bajo contigo, solo tardo un minuto en cerrar el ordenador y recoger mis cosas. Como quieras, respondió Carlos, pero me voy en autobús, no voy para el garaje. Paloma dudó un instante, con el dedo sobre el botón del ratón y el desplegable informático listo para dar la orden de apagar. Ya, bueno, entonces no me esperes, ya salgo yo en un rato. Carlos hizo un gesto de despedida con la mano y aceleró por el pasillo en dirección al ascensor. Dos minutos después, Paloma, que seguía quieta con el mismo gesto, miró de nuevo el pasillo. Qué tonta, podía haberle dicho que le acercaba, y nos íbamos juntos. Pensó que todavía podía alcanzarle, acabaría de salir del edificio. La parada del autobús estaba a unos doscientos metros, siguiendo la acera, al final de una calle con edificios de oficina y un par de almacenes, llegando ya al cruce con la autopista. Bien iluminada, farolas nuevas, pero. Qué idiota, qué idiota. Recuperó en la pantalla el documento cerrado, y empezó a teclear con rabia.

Ernesto detuvo el tecleo pero sin apartar los dedos de las últimas teclas pulsadas. Miró de reojo al teléfono que de nuevo vibraba loco sobre la mesa. Agachó levemente la cabeza para ver bien el nombre familiar que mostraba la pantalla, y enseguida ahogó el castañeo con el tecleo enérgico en el ordenador, compulsivo, puro ruido, como un piano frenético

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por fin se detuvo el teléfono, y unos segundos después, cuando esperaba la señal del mensaje dejado en el buzón, empezó otra vez a vibrar y guiñar luces. Ernesto reanudó el tecleo sin sentido

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hasta que el aparato descansó. Tras unos segundos de calma, emitió su último destello, flojo. Ernesto desatendió el aviso de mensaje y siguió tecleando un rato. Se levantó, se acercó al bidón de agua, llenó el vaso y se lo bebió en varios sorbos, mirando por el ventanal. Por la autopista ya solo pasaban camiones, y pensó en las rutas nocturnas, la cabina oscura y la radio sintonizada en cualquier programa de confesiones insomnes, la camaradería de los conductores, los bares habituales, los viajes internacionales, varios días de ida y vuelta. Volvió a su mesa y cogió el teléfono, marcó y esperó a escuchar la grabación con la voz chillona, conocida. ‹‹Ernesto, cariño, parece que lo haces a posta. Es más, yo creo que lo haces a posta, para joderme, que no me coges el teléfono para preocuparme. No me voy a acostar hasta que no llames, y ya hablaremos, qué coño es esto de desaparecer y ni avisar. Tu hijo, ni puto caso, se ha largado y ha dicho que se la suda lo que le diga. Has oído bien, que se la suda. A su madre. Pero claro, tú no estás aquí para poner en su sitio a ese mierdecilla, y así nos va en esta casa. Llama de una vez, joder, que ya está bien.›› Ernesto apretó un botón y desconectó el teléfono. Lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, colgada en su silla. volvió los dedos al teclado, esta vez para escribir de verdad, continuar el trabajo. Tras un par de minutos, recuperó el teléfono y lo encendió. Lo dejó sobre la mesa y siguió tecleando, aunque cada pocos segundos miraba de reojo al cacharro.

Luis encendió otro cigarrillo, el cenicero de nuevo lleno, las pavesas cayendo sobre el teclado, sobre el tablero negro, sobre sus pantalones. ¿Cómo era aquel cuento de las vacas y los prados cercados? Algo sobre el esfuerzo colectivo y la suma de individualidades que desemboca en el beneficio común. Vacas, cercados. Ganaderos egoístas pero en el fondo provecho para el bien de la comunidad. Lo común, suma de los unos. ¿Era realmente un cuento favorable, o una crítica al libre mercado? A lo mejor lo leí en algún panfleto anarcoide, de esos que reparten en mi calle esos piojosos. Podemos buscarlo en Google. Era una buena historia, no muy manida, serviría para comenzar la conferencia. ‹‹Buenos días, señoras y señores. Gracias por darme la oportunidad de intervenir en un foro de prestigio como este. Es un honor y una responsabilidad dirigirme a ustedes. Déjenme empezar contándoles una historia. Imaginen un campo, un enorme prado. Y diez ganaderos, cada uno con su pequeña explotación. Pongamos vacas. Deciden cercar el prado, dividirlo en parcelas individuales.›› Algo así, pero cómo seguía. Google, búsqueda rápida: “vacas cercado prado ganaderos”. Nada, demasiados resultados y ninguno parece válido. “vacas cercado prado ganaderos economía libre mercado”. ‹‹Señoras y señores, es una historia sencilla, rural, pero que nos dice más del funcionamiento del libre mercado que todos esos pesados manuales de economía para ejecutivos.›› Luis, esto es genial, es una gran historia, a la altura de ese foro y ese público. Me encanta lo de la vacas y los ganaderos. Instruir deleitando. Horacio, prodesse et delectare. Google. Podemos meter algún latinajo, siempre adorna. O alguna cita de autor. Citar a los maestros antiguos. Incluso citar a Marx. Irónicamente, claro. El enemigo en casa. Desnudo y desarmado, aquí les dejo este cadáver calentito, señoras y señores. Más bien citar a Hayek. O Friedman. A ver, Google: “Hayek libre mercado”. 56.700 resultados solo en español. “Hayek vacas cercados ganaderos libre mercado”. Su búsqueda – Hayek vacas cercados ganaderos libre mercado – no produjo ningún documento.

 

La relación de la compañía con sus empleados se basa en la confianza. Aquí no ha reloj ni ficha para controlar las entradas y salidas de los empleados, lo que posibilita una flexibilidad horaria de la que solo abusan los tres o cuatro aprovechados de siempre, comportamiento que puntalmente es denunciado por quienes nos vemos perjudicados por su actitud insolidaria. La confianza se manifiesta también en la entrega de una llave del edificio a cada empleado. Eso facilita la autonomía de cada uno, pues podemos permanecer en la oficina hasta la hora que sea necesaria, sin tener que depender de horarios de cierre de las puertas. Además, no es extraño que algunos tengamos que venir un sábado o un domingo para aligerar carga de trabajo atrasado, y podemos entrar y salir con nuestra propia llave sin que nadie nos pida cuentas.

 

A mitad de una frase, Juan ceso su tecleo. Sábado. Domingo. Pensó en el fin de semana como un panel vertical lleno de casillas en blanco, que esperaban ser rellenadas. Limpieza del apartamento. Compra en el hipermercado. Piscina. Cine, películas pendientes. ¿Televisión? Alquilar alguna película porque los sábados por la noche, infumable la programación. Deben de pensar que todo el mundo sale los sábados por la noche, o que están cenando en casa con amigos, esas cenas estúpidas de parejitas, anfitriones con recetas originales, invitados que ponen el vino, música brasileña, conversaciones ingeniosas, y que acaban con juegos de mesa, anecdotario amarillento, chistes fáciles, risa alcoholizada. Deben de pensar que los únicos que ven televisión un sábado por la noche son viejos atontados y matrimonios aburridos. Y algún gilipollas soltero y con pocas habilidades sociales. Sábado sabadete.

Paloma se frotó los ojos, miró el reloj sin fijarse en la hora, se recostó en la silla, se tocó los riñones sobrecargados. Fuera, en la calle, se oyó un frenazo y enseguida el acelerón de un coche. miró el reloj, las dos y media de la madrugada. Noche de caza. Dónde vas tan sola a estas horas, ¿quieres que te lleve a alguna parte?  Anda, sube conmigo, una chica tan guapa no puede ir por ahí en plan caperucita, que hay mucho lobo suelto. Ven, lo pasaremos bien. Se frotó de nuevo los ojos, en un gesto que se pretendía representativo, sobreactuado. Se giró hacia los tres empleados que continuaban trabajando, inmunes al cansancio, a las horas acumuladas. ¿Os vais a marchar alguno pronto? Es por si me espero, que ya estoy acabando. Juan respondió con un movimiento negativo de cabeza y apretando los labios. Ernesto miró a Paloma, miró el reloj, volvió a mirar a Paloma y tardó unos segundos en responder: no, yo todavía tengo para un rato. Luis ni siquiera contestó, hipnotizado frente a la pantalla en blanco.

Ernesto llevaba un par de minutos con el teléfono en la mano, dándole vueltas, acariciándolo, rozando las teclas sin interés. Finalmente, se levantó y salió por el pasillo. Paloma se giró brusca ante su movimiento, pero se tranquilizó al verle salir en mangas de camisa. Al final del pasillo, junto al ascensor, entró en el cuarto de baño. Se lavó las manos, frotándolas con lentitud. Se echó agua en la cara, se miró en el espejo unos segundos, mientras las gotas le colgaban de la nariz, la pechera empapada. Sacó del bolsillo el teléfono. Abrió la puerta para comprobar que no se acercaba nadie y volvió a cerrar. Marcó y esperó unos segundos. ‹‹Nuria, soy yo. ¿Estabas dormida? Vale, no te pongas nerviosa, no pasa nada. Escucha. Déjame hablar. Nuria. Si me dejas hablar te cuento. O te callas o cuelgo. Vale. No me di cuenta de tu llamada, lo tenía sin sonido. Acabo de coger el mensaje. Ya sabes dónde estoy, no empieces en plan histérica. Te lo dije esta mañana, que tenía una cena de trabajo. No te enteraste porque estabas dormida, coño. Si madrugases como yo a lo mejor te enterarías de lo que te digo por las mañanas. Una cena, sí. Con el responsable de departamento, no lo conoces. Sí, es una mujer. No estamos cenando ya, claro, tú crees que íbamos a estar cenando a estas horas. Estamos tomando una copa, para terminar de hablar. De qué vamos a hablar, tú qué crees. De escaparnos juntos, de mandarlo todo a tomar por culo y largarnos. Eres boba, pues de qué vamos a hablar, de trabajo. No empieces o te corto. No montes el numerito que estoy cansado. No sé a qué hora llegaré, todavía tardaré un rato. No sé si iré a dormir, depende de si tiramos par adelante con el plan de fuga. Qué idiota eres, no pillas una. Anda, duérmete, que ya apareceré cuando tenga que aparecer. ¿El niño? Ya le diré dos cosas cuando le vea, pero tú eres su madre, a ver si se nota. No te hace ni puto caso porque eres una blanda, coño, porque siempre me toca a mí hacer de poli malo. Ché, ché, no empecemos con las lágrimas de cocodrilo. De cocodrilo he dicho. Que no me montes el numerito, que no tengo tiempo ahora. Te voy a colgar. Te lo he avisado, te voy a colgar. Duérmete y déjate de tonterías. Te voy a colgar como no te. Adiós.››

Al fondo del primer cajón de su escritorio, Luis encontró un cigarrillo reseco. Lo encendió y miró hacia sus compañeros. Cabrones. Luis, mira, aquello que hablamos que habíamos pensado para ti, lo de la reestructuración del departamento, verás, es que tú llevas poco tiempo en la empresa, y hemos pensado en Juan, con cuyo rendimiento estamos también muy satisfechos. Juan es un gran trabajador, su entrega a la empresa es total. No duerme, no come, no mea. Está pegado a su mesa, como un centauro. Trabajadores así es lo que necesitamos en esta compañía. No es que no estemos satisfechos con tu trabajo, Luis, al contrario. Pero es que Paloma trabaja muy bien. Fíjate, le pedí ayer este informe, y por la mañana ya lo tenía en mi mesa. No como lo que te pedía ti, ese trabajo especial, todavía estoy esperando. Cabrones. ¿Es que no tenéis vida fuera de la oficina? ¿No os espera nadie en casa? ¿No vivís, hijos de puta? ¿Pensáis que por quedaros hasta más tarde, por ser el último en salir, vais a compensar vuestra ineficacia? Sacos de mierda. Se piensan que el jefe llega el lunes y pide al segurata las grabaciones de las cámaras para ver quién fue el último en marcharse. Cabrones, lameculos. Mira, Luis, sabemos que trabajas mu bien, estamos muy contentos contigo, pero es que Ernesto lame el culo como nadie, compréndelo. Esa forma de pasar la lengua por el ojete, pocos como él, con la lengua dispuesta a cualquier hora del día o de la noche. Son muchos años ya en la empresa, conoce bien cada centímetro de culo directivo, tiene una lengua veterana, encallecida ya de tanto culo rebañado. Es nuestro hombre, lo siento, otra vez será. Cabrones.

 

La compañía se preocupa sinceramente por que entre los empleados reine la armonía, el entendimiento, la ausencia de conflicto, incluso la amistad o las relaciones personales más allá de lo laboral, siempre que no interfiera en el rendimiento. A este propósito debemos iniciativas como la cena de empresa navideña, o la cena previa a las vacaciones veraniegas. En ambas se realiza esa actividad tan querida y esperada por los empleados, popularmente llamada “amigo invisible”, por la que los empleados tenemos la oportunidad de gratificar a nuestros compañeros con regalos, desde el anonimato, lo que elimina personalismos y envidias, pues en el fondo es como si todos regalasen a todos o, en definitiva, como si la propia compañía, entendida desde un punto de vista orgánico, regalase a todos, y todos le regalásemos a la compañía. Las cenas de empresa son una buena ocasión para certificar la buena salud de la compañía, en lo que al componente humano se refiere. Los empleados podemos expresarnos libremente, ayudados por el alcohol y la buena comida. Ahí se escuchan bromas, cotilleos y hasta graciosas imitaciones, pero siempre dentro de los límites del decoro y del respeto a los demás. En las cenas de empresa no hay jerarquía, no ha obediencias más allá de las que impone la cortesía, e incluso esta se relaja por una noche. Todos somos iguales, todos comemos lo mismo, todos pagamos lo mismo. Al final, nos mezclamos con nuestros directivos, que dan muestras de su humanidad no tan distinta de la nuestra, participando en las bromas, bailando con la misma torpeza que los demás, y hasta vomitando juntos en los aseos, mano a mano con el más insignificante de los empleados.

 

A las cinco de la madrugada, y mientras el documento se imprimía, Juan, recostado en su silla, observaba a Paloma, ella de espaldas en su mesa, ajena a su mirada. De espaldas todas parecen guapas, hasta ella. Tampoco es que sea fea, no es mi tipo. ¿Mi tipo? Muy maquillada, cómo la besas sin llevarte medio kilo de pintura, hay que pasarle una toalla por la cara. Demasiadas horas seguidas, ninguna capa de cemento aguanta un día tan largo. Las grietas en las mejillas, el entrecejo granulado, los labios desteñidos con solo una línea fina de color en la parte exterior. ¿Por qué no? Nada que perder, total, era ella la que había preguntado si alguno se marchaba ya para salir juntos. Sí, yo me voy ya, Paloma, nos vamos juntos. El ascensor para las primeras miradas, la sonrisita tonta, las manos que no saben dónde colocarse, el roce inicial al salir a la vez cuando las puertas se abren. Oye, estoy pensando, Paloma, es viernes, podíamos tomar algo, si no tienes prisa. Claro, cómo no. Conozco un sitio que te va a gustar, sígueme con tu coche. ¿Y dónde la ibas a llevar, gilipollas? Mira, en realidad es tarde, no hay nada abierto; si quieres podemos ir a mi piso, y preparo algo rápido de cenar, tendrás hambre. Claro, estoy muerta de hambre. Muerta. De hambre. Mi piso es pequeñito, pero es cómodo. Perdona por el desorden, uno nunca espera visita. Es muy bonito, ¿vives solo? Sí, claro, yo prefiero vivir solo, libre de compromisos, no depender de nadie, ya sabes. Pero en realidad es fea, joder. Fea, fea de cojones. Solterona, sin estrenar, seguro. La pobre tonta que en las cenas de empresa acaba llorando después de dos vinos, los churretes del rímel ennegreciéndole las mejillas y as confesiones que siempre le toca escuchar al idiota que se sienta junto a ella, y que todavía tendrá que aguantar un rato de intimidad y psicoanálisis, llevarla a casa con ganas de dejarla tirada en cualquier cuneta, el coche vomitado, y se quedará dormida antes de cualquier posibilidad de sexo fácil. Es fea, pero tampoco nos pongamos exigentes. Ponte cómoda, chica, estás en tu casa. ¿Quieres algo de beber? Voy a poner un poco de música. Claro, quítate los zapatos, ponte cómoda. ¿No quieres lavarte la cara, quitarte esa mierda de maquillaje que me va a poner perdido cuando te bese? Gilipollas, ni siquiera puedes ofrecer una copa. ¿Quieres leche, zumo multifrutas, una Coca-Cola light? Hay un resto de tinto, pero se habrá avinagrado, es que uno abre las botellas y se le pasan. Ya podían hacer botellas pequeñas, de soltero. Sí, este es mi dormitorio. La cama es muy cómoda. Vivo solo, ya te dije, pero prefiero cama de matrimonio. Uno nunca sabe si se va a acostar solo esta noche, ya me entiendes. ¿Y los condones? A lo mejor queda alguno de esos de propaganda que guardé hace años por si acaso, y que fui gastando en fantasías solitarias de domingo por la mañana. Si se queda alguno estará ya caducado. Se rompe, la preñas. La jodimos. ¿No? Ella se levanta, recoge sus cosas, apaga el ordenador. Dile algo ahora, dile algo. Espera, Paloma, me voy contigo. Así de fácil, solo eso, por ahora, luego ya veremos. Te acompaño, espera. Ve lavándote la cara en el baño mientras recojo mis cosas.

Mientras recorría el pasillo hacia el ascensor, Paloma caminaba con naturalidad, aunque el propósito mentalmente enunciado (“voy a caminar con naturalidad”) volvía artificioso su paso. No pasa nada, no pasa nada. Apretó el botón de llamada del ascensor, y mientras esperaba volvió la cabeza para comprobar que desde allí solo podía ver una parte del despacho, la que ocupaba Luis, cuya espalda identificaba a lo lejos con el bulto blanco volcado frente al monitor encendido. ¿Sería capaz de gritar, me saldría la voz? Sueños en los que intentas gritar y la boca se te abre floja, ni siquiera un susurro. Tosió un par de veces, tragó saliva. Eres idiota, hija. Mucho cine barato, esas cosas no pasan. Es un miedo adolescente, alimentado por toda esa escenografía hollywoodiense que elige las oficinas desiertas los garajes, el bosque nocturno, la casa enorme cuyas ventanas son fáciles de abrir por un intruso, la noche de tormenta, el apagón. Qué tonta, ni siquiera nuestras casas son así, al menos la mía. El ascensor abrió sus puertas, y Paloma entró sin pensarlo. Eligió el botón de la planta garaje y las puertas se cerraron. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Tres. El ascensor se detuvo y abrió las puertas en la planta tercera. Paloma no pudo ver el pasillo tan solo iluminado unos metros por la luz fluorescente del ascensor, porque permaneció con los ojos cerrados, apretados, los ocho segundos que el mecanismo tardó en volver a cerrar las puertas y reanudar el descenso. Dos. Uno. Sótano 1. Sótano 2. Garaje. El ascensor se abría directamente en la zona de aparcamiento, sin mediación de vestíbulo. Una explanada asfaltada, interrumpida por columnas blancas con líneas rojas y azules, arañadas por los malos conductores. El garaje se iluminaba de forma automática tras la apertura de puertas de ascensor, pero los fluorescentes tardaban unos segundos en fijar su luz, parpadeando indecisos. Seis coches aparcados. El suyo, a unos sesenta metros, bajo la rampa de salida. Tres de sus compañeros de oficina. Uno del vigilante de seguridad. ¿Y el otro? Claro, idiota, los violadores suelen aparcar en el garaje, marca de la casa. Salió del ascensor con el plan trazado: paso ligero, quince o como mucho veinte segundos hasta llegar al coche, la llave ya en la mano, y una vez dentro cierre de seguros y arrancado rápido. Las películas, idiota, otra vez. El coche que no arranca, oímos el motor ahogado, esforzándose. El desconocido que se acerca a paso tranquilo mientras la tonta de turno gira una y otra vez la llave del contacto. Te quedas en el coche para seguir intentándolo mientras resistan los cristales ante los golpes del asaltante, o sales del coche y echas a correr, no en dirección a la salida, eso quitaría emoción a la película, sino en dirección al ascensor que ni siquiera tiene abiertas las puertas, así regalamos a los espectadores unos segundos de emoción más, la uña que se rompe de tanto apretar el botón de llamada, el tipo cada vez más cerca. Idiota. Cuando solo había dado ocho pasos, el ascensor cerró las puertas, siguiendo su lógica mecánica. No se iba a otra planta, pero cerraba las puertas. Paloma tenía ya localizada la llave en el bolso, la había tomado con la punta de los dedos, pero se sobresaltó al oír las puertas y dejó escapar la llave. Detuvo su paso, miró el ascensor, miró al coche, rebuscó en el bolso de nuevo, ahora sin éxito, dio un par de pasos más hacia el coche, sacó las llaves que no eran, miró hacia el fondo del garaje, la zona oscura donde no se encendían los fluorescentes, y finalmente se giró, volvió sobre sus pasos, apretó el botón y se metió en el ascensor, pensando la excusa que daría para su regreso inesperado, he pensado que mejor termino el documento, total, para la hora que es ya, mejor lo acabo de una vez. 

Ernesto se levantó de su silla giratoria. dio unos pasos, miró por el ventanal. Un camión. Transporte internacional. Al final todo es lo mismo, qué más da. Se notó el cuello cargado, el dolor de cabeza resistente ya a paracetamoles por habituales. Pensó en el sofá del descansillo, junto al ascensor. Estos pensarán quedarse aquí toda la noche, capaces son. Para qué voy a preguntar, harían los mismo, pillarían el sofá y ni lo compartirían. A tomar por culo, el primero que llega lo coge. Tomó su chaqueta y avanzó hacia el pasillo. Al final del pasillo, junto al ascensor, estaba el sofá para las visitas. Ernesto se desanudó los zapatos, se los sacó y los colocó junto al lateral del sofá. Se tumbó y se echó la chaqueta por encima. Cambió varias veces de postura hasta encontrar una decente. Cerró los ojos, pero un minuto después saltó sobresaltado cuando las puertas del ascensor se abrieron. Apareció Paloma, que murmuró algo hacia él, sin detenerse, algo de terminar un trabajo, la hora que es ya. Ernesto se incorporó, buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó el móvil. Lo desconectó y lo desvolvió al bolsillo. Se acurrucó y esperó el sueño.

En un lateral del despacho, Luis pasaba el dedo por los lomos de los libros que llenaban una pequeña biblioteca. Una buena historia para empezar. Una buena cita. Un pensamiento alto, a la altura, por encima. ‹‹Señoras y señores, déjenme comenzar con una buena historia. Déjenme empezar recordando lo que decía Friedman al respecto. Déjenme compartir con ustedes un pensamiento alto, a la altura de este foro y de esta audiencia.›› A ver, a ver, qué encontramos por aquí. El arte de la guerra para ejecutivos. El texto clásico de Sun Tzu adaptado al mundo de hoy,  de Donald G. Kraure. ‹‹Señoras y señores, déjenme recordar lo que decía el gran clásico Sun Tzu sobre la guerra, un auténtico precursor de la Escuela de Chicago, y que sirve para entender qué está ocurriendo hoy en nuestro sector.›› Veamos. ‹‹Debe situar a su organización en una posición tal que sea necesario el nivel más elevado de rendimiento para triunfar. Produzca una situación en la que las únicas posibilidades sean el éxito total o el fracaso total. Haga avanzar a su organización y queme las naves.›› Buf, esto es basura, cháchara de autoayuda ejecutiva. ‹‹Haga subir a su organización por la escalera de las altas expectativas, y cuando decida que ha llegado el momento oportuno, retire la escalera.›› Qué mierda. Y de las vacas y los cercanos, ni sombra. A ver este. El Tao de las ventas. El arte de vender en tiempos difíciles, de E. Thomas Behr. Hay que joderse. ‹‹Señoras y señores, déjenme empezar refiriéndome al pensamiento taoísta. No se sorprendan, no me he vuelto loco ni soy un místico. En realidad el taoísmo es una gran ayuda para estos tiempos difíciles en nuestro sector. Déjenme dar entrada en este prestigioso foro al maestro Lao Tse: “La espada que se afila sin cesar no puede conservar más tiempo su filo.” Sobran las explicaciones, ya comprenden ustedes. “Quien se alza sobre la punta de los pies no se mantendrá mucho tiempo en pie. Quien da grandes zancadas no llegará muy lejos.” Nadie podría decirlo mejor, sabias palabras. “Se rige un gran Estado de la misma forma como se fríe el pescadito.”›› ¿Qué gilipollez es esta? ‹‹Señoras y señores, yo pretendía hoy deslumbrarles con una intervención a la altura de este foro, pero cometí el error de encargársela al más inútil de mis empleados, al cretino que espera un ascenso, que se queda un viernes por la noche y ni siquiera tiene una lengua preparada para los orificios anales, el saco de mierda que lleva dos días en la empresa y ya se cree que va a tener despacho propio y un aumento de sueldo suficiente para cambiar de coche. Déjenme que utilice la vida de mierda de este empleado como hilo conductor de lo que quiero contarles.››

 

Otras iniciativas que debemos al propósito de la compañía por crear un buen ambiente de trabajo son las convivencias y las fiestas. Entre las primeras, las convivencias trimestrales, por las que cada departamento, empleados y responsable, marchan juntos un fin de semana a algún destino elegido por la compañía, que suele elegir lugares atractivos, donde poder conjugar la responsabilidad y el esparcimiento, el trabajo y el ocio. Puede ser un refugio en la montaña desde el que arrancar marchas de varios kilómetros durante las cuales el responsable de departamento evalúa las capacidades de sus empleados, en aspectos que normalmente quedan fuera de su alcance en el recinto de la oficina. La resistencia, la competencia, la solidaridad, la espontaneidad, la inmediatez resolutiva. Puede que el responsable de departamento decida organizar algún juego de equipo, para lo que se presta el entorno montañés. Juegos de orientación, pruebas físicas, persecuciones, supervivencia. Otras veces la compañía elige un destino preparado para este tipo de convivencias, lo cual siempre es del agrado de los empleados. Se trata normalmente de convivencias de un solo día, en el que desarrollar tareas de equipo que fortalecen nuestro espíritu colectivo y diluyen las individualidades menos aprovechables, mientras potencian y destacan la más adecuadas para la compañía. Una pista de karts, por ejemplo, donde competir alegremente, y donde está permitido el acoso a los más lentos y débiles, que son expulsados del carril por los más diestros y motivados. O un juego de guerra, con pistolas de pintura, y cuyo resultado final no ofrece dudas sobre quiénes son los empleados más capacitados.

 

La oficina estaba orientada hacia el este, según un cálculo arquitectónico que buscaba la eficiencia en el aprovechamiento de la luz solar, el ahorro energético, la estimulación de la serotonina, la vitalidad laboral en las productivas mañanas. El sol levantaba desde un horizonte de desmontes y caminos sin asfaltar, donde el perfil de las grúas vaticinaba un futuro urbanizable, viviendas, más oficinas, centros comerciales, mayores atascos en la autopista. Al entrar el sol en el despacho, sin resistencia de las despejadas cristaleras que formaban la fachada, el espacio se punteaba con el polvo en suspensión, como embellecimiento con su falso misterio deslumbrante la realidad del escombro generado durante toda una noche, resultado de la ceniza de cigarrillos, las escamas de cuero cabelludo arrancadas con las uñas, los cabellos desprendidos que se desintegraban y volvían a reconstruirse en forma de pelusas bajo los archivadores, el tejido fibroso desprendido de forma invisible de las camisas y pantalones, los ácaros y partículas distribuidos por el edificio a través de los conductos de climatización. Bajo la nube de polvo en suspensión, los cuerpos de tres empleados continuaban en sus puestos de trabajo, sentados frente a sus mesas. Juan tecleaba despacio. Luis miraba con ojos enrojecidos al documento en blanco en su pantalla. Paloma tenía la cabeza volcada, apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa. Por el pasillo apareció Ernesto, con la camisa arrugada y medio desabrochada, la chaqueta arrastrada con una mano, el pelo despeinado, en guedejas tiesas por la gomina reseca que formaba grumos en la cabeza.

Ernesto llegó hasta su mesa, apagó el ordenador, tomó unas llaves del cajón y sacó de su bolsillo el teléfono móvil. Lo encendió y esperó unos segundos, hasta que vibró y se iluminó indicando las llamadas perdidas y mensajes pendientes. Lo volvió a desconectar y lo metió en un cajón de la mesa. Se acercó al ventanal, miró la autopista por donde solo cruzaba un camión que hizo sonar su bocina, una de esas bocinas de eco marinero, portuarias. Adelantó una mano hacia el cristal, como si devolviese un saludo. Se peinó con los dedos, se puso la chaqueta, metió los faldones de la camisa dentro del pantalón y salió por el pasillo sin despedirse.

Paloma abrió los ojos, levantó la cabeza. Se dolió de la cintura y del cuello. Buscó bajo la mesa un zapato que se había soltado durante el sueño. Sacó del bolso un pequeño espejo, en el que se miró para comprobar la decrepitud del mal dormir, el vencimiento del maquillaje desprendido, que le resquebrajaba la cara como si estuviese a punto de derrumbarse su rostro y tras él hubiera otro, o ni siquiera eso, los músculos y capilares, la calavera monda, el hueso limpio tan solo relleno por los dientes y los ojos que se veía irritados en el espejo, con el rímel amoratándole los párpados. Cara de agredida, pensó. No recuerdo bien qué pasó, señor agente. El coche se detuvo junto a mí, el tipo me invitó a subir. Debió de echarme una droga en la bebida, no recuerdo nada. Solo sé que… Guardó el espejo, cerró el bolso, apagó el ordenador. Se puso en pie, resentida de la cintura y de las piernas varicosas. Tomó su abrigo del perchero, se colgó el bolso y caminó hacia el pasillo sin despedirse.

Juan, cuya frecuencia de tecleo era casi inapreciable ya, se giró hacia Paloma al verla salir. Adiós, adiós. ¿Y por qué no? La belleza interior, el espíritu. Me gustas con la cara limpia, no quiero que te maquilles más, no tienes que gustar a nadie, yo te quiero como eres, así, incluso fea. ¿Por qué no? Mi piso es pequeño, pero para los dos está bien. Más adelante, si nos va bien, podemos buscar algo más grande, dos habitaciones. Si nos va bien. Claro que sí, no puede ser de otra forma, los dos nos conformamos, no queremos más, no esperamos más. Basta con esto, con salir juntos de la oficina y llegar a casa para preparar la cena, sentarnos en la salita con una bandeja, un poco de queso, un par de cervezas o una botella de vino que ya no se agriará. Echan una buena película esta noche. Podemos verla en la cama, por si nos entra sueño. No hace falta que nos abracemos, no necesito enroscarme contigo, ni siquiera acariciarte los muslos calientes, no necesitamos exhibiciones, no queremos más, no esperamos más, me basta con saber que estás ahí, que despertaré a tu lado, que por la mañana no me sentiré una cucaracha y te prepararé unas tostadas, podré comprar el paquete de pan de molde grande sin que se me caduque, sin que el moho verdezca las rebanadas una y otra vez. Podemos viajar juntos, escapadas de fin de semana, casas rurales. Podemos salir, podemos ir a cenar a casa de tus amigos, llevamos el vino, no soy muy bueno contando chistes pero soy buena pareja para el mus. Espérame, Paloma. Espera.

Luis se distrajo un momento al ver salir a Juan, apresurado, ni siquiera había apagado el ordenador, como huyendo por el pasillo. Volvió a mirar al monitor, el documento en blanco. Pasa Luis, que quiero hablar contigo. Mira, aquello que habíamos pensado, pues olvídalo. Yo pensaba que eras algo mejor que el resto, que estabas a la altura. Pero me equivoqué. Espero que al menos sirvas para lameculos. La competencia es dura en el terreno de los chupetazos rectales, pero si entrenas y practicas con cierta frecuencia, llegarás a ser un buen comemierda, y algún día tendrás tu pequeña gratificación, cuando tengas ya la lengua encallecida. Metió los dedos en el cenicero y empezó a remover el contenido, rescatando las colillas que no estaban completamente consumidas, las que conservaban alguna hebra de tabaco más allá del filtro. Tomó una colilla y la encendió, quemándose los pelos de la nariz, ese olor a cerdo chamuscado, pensó. Dio dos caladas, las dos únicas posibles, y la apagó. Movió los dedos en el aire, como el pianista que calienta tendones antes de empezar el concierto, y se lanzó a teclear: ‹‹Señoras y señores. Permítanme en primer lugar agradecer la oportunidad que me brindan al poder intervenir en un foro del prestigio de este, ante una audiencia de su categoría. Me gustaría constarles una historia sencilla, que creo podrá ilustrar las reflexiones que quiero compartir con ustedes. En la historia hay un empleado, un trabajador de medio pelo, que acaba de entrar en una empresa y es ambicioso, no se conforma con su puesto, ni con su sueldo, ni con tener que compartir un despacho diáfano con otros empleados. Es joven, y ambicioso, lo que debería ser una redundancia, aunque raramente lo es, me temo. Este empleado quiere más, lo quiere todo. Quiere un despacho propio, para empezar. Quiere una cajita de metacrilato llena de tarjetas con su nombre y un puesto directivo escrito a continuación. Algo en inglés, manager de algo. Quiere poder, claro. Quiere levantar el teléfono y que ese gesto, casi sin palabras, baste para que un lameculos acuda a su despacho. Quiere hablar, quiere hablar y que le escuchen. Quiere que sus palabras impresionen, asusten. Quiere que le chupen el culo a él, quiere que alguien le pase la lengua por el agujero, despacito, con dedicación, con experiencia. Quiere que las trabajadoras rían sus bromas, que le sigan el coqueteo y acepten la copa al terminar la jornada. Quiere reuniones interminables, quiere presentaciones en PowerPoint que concluyan en aplausos. Quiere sentir la envidia en los ojos cercanos, el desprecio, la rivalidad, la inferioridad. Quiere comidas de negocios, copas de negocios, alterne de negocios. Quiere puente aéreo, quiere taxis sin medida. Quiere hoteles de ejecutivos a la salida de las ciudades, con todo incluido. Todo incluido, todo. Quiere prestigio. Quiere hablar aquí, ante ustedes, que le inviten a foros como este y pueda encargar su intervención a cualquiera de sus lameculos, encargarla un viernes por la tarde y encontrarla el lunes por la mañana sobre su mesa. Quiere, por supuesto, un aumento de sueldo. Quiere ganar más. quiere ganar mucho. Quiere amortizar con creces los miles de euros gastados en un máster en el extranjero. Quiere irse de casa de sus padres, sin compartir piso, pudiendo elegir el barrio. Quiere entrar en el banco y que el director salga a recibirle, pase a mi despacho, estaremos más cómodos, ¿quiere tomar algo? Quiere cambiar de coche. Quiere cenar fuera cuentas veces le parezca. Quiere invitar. Quiere viajar. Quiere sentir que todo esto merece la pena, que compensa, que hay mucho que ganar, todo. Todo››.

Luis apretó la tecla de borrado y las palabras fueron desapareciendo de la pantalla, como una carcoma que devoraba todo hasta dejar el documento en blanco de nuevo. Se recostó en la silla, se impulsó con los pies para rodar hacia atrás. Avanzó por el despacho sentado en la silla, tomó velocidad y se lanzó contra el ventanal, sin fuerza suficiente ni para dolerse las rodillas al golpear. Pegó a frente al cristal, caliente por el sol que ya había sacado el cuerpo entero. Vio a lo lejos un hombre trajeado que saltaba la valla quitamiedos y echaba a andar por la autopista, por el arcén, a paso ligero, hasta perderse de vista bajo un viaducto. Le pareció que era Ernesto, pero no estaba seguro. Vio en la acera a Paloma, que salía corriendo del garaje del edificio, descalza, abriendo la boca sin que se escuchase su grito, y continuaba corriendo por la calle que bordeaba el polígono hacia el cruce con la autopista. La vio tropezar y levantarse sin pausa, seguir la carrera con las rodillas magulladas. Vio salir del garaje a Juan, que llevaba en la mano los zapatos de Paloma y movía la otra mano mientras gritaba en dirección a ella, aunque el acristalamiento doble tampoco permitía oír su voz. Vio a Paloma llegar al final de la calle, saltar la valla quitamiedos y cómo, histérica, hacia señales a un coche solitario, que se detuvo. Ella gesticuló algo al conductor, y subió a bordo. El coche se puso en marcha y desapareció. Vio a Juan, que tiraba los zapatos en una papelera y se metía las manos en los bolsillos para echar a andar por el polígono, sin prisa, como quien pasea un sábado por la mañana, bajo el sol recién amanecido.

 

En cuanto a las fiestas, destaca en primer lugar, por ser la preferida de todos, la fiesta de inversión, popularmente conocida entre nosotros como ‹‹el mundo al revés››. Por un día, los empleados nos convertimos en jefes, y los jefes en empleados. Es digno de ver cómo los mandados mandamos por un día, y llevamos las riendas de la compañía, por supuesto desde el simulacro, que no se trata de que ocasionemos pérdidas acaso irreparables. Los empleados más ambiciosos tienen ese día la oportunidad de exhibir sus dotes de dirección, lo cual no escapa al ojo evaluador de los jefes, quienes fingen sumisión y acatan las órdenes recibidas, que normalmente están dentro de lo lógico, sin faltar nunca al respecto de quienes al día siguiente seguirán siendo nuestros superiores. Otras fiestas destacadas son la fiesta de la Castaña, en que degustamos el citado fruto en un día de convivencia al que podemos llevar a nuestras familias; la fiesta de San Juan, cuando saludamos la llegada del verano y el solsticio con un gracioso conjuro y algunas bebidas alcohólicas; la fiesta de Carnaval, cuando a los empleados se nos permite acudir al puesto de trabajo disfrazados, siempre que nuestros trajes no atenten contra el decoro esperado en una compañía como la nuestra, y de hecho la mayoría nos limitamos a utilizar un discreto antifaz o una peluca; y la fiesta de la Navidad, cuando los empleados formamos un  belén viviente en el hall principal del edificio, para el que nos disfrazamos en función de los personajes que previamente son asignados por sorteo. Solo los protagonistas principales, la sagrada familia, los reyes magos y las bestias del portal son designados directamente por la dirección en función de los méritos acreditados durante el año por los agraciados.

 

Tomado de: Tres relatos sobre la plusvalía. RHM FLash, 2012. Ebook