Marta Sanz, No tan incendiario (fragmentos)

Quiero escuchar a los que tienen algo que decir. Porque lo han pensado dos veces. Porque han sudado tinta. Porque no basan su conocimiento en la maldad o en la ocurrencia. Siento nostalgia del antiguo catedrático de griego y de la profesora que, en 1ro de BUP, se ensuciaba la pechera de tiza dibujando un cuadro sinóptico – las llaves eran casi perfectas caligráficamente hablando -, de las escuelas presocráticas. Siento nostalgia del oráculo de Delfos, de las brujas de Macbeth y de las viejas, ciegas y caníbales, que luchan por la posesión de su ojo de cristal, de la versión de Furia de titanes que rodó Desmond Davis en 1981 con efectos especiales y producción de Ray Harryhausen. Quiero que vuelvan los eruditos: contradigo el buenrollismo de Ignacio Sánchez-Cuenca que se felicita por la desaparición, propiciada por el acceso al dato en internet, de la ancestral especie de los eruditos. Me parece mucho más temible la proliferación de colonias de alumnos copiones y quiero que vuelvan los intelectuales, los empollones, los sacerdotes laicos, los científicos darwinistas, los intérpretes de la realidad y del origen de las especies, los que se toman en serio su colección de sellos del mundo, los divertidísimos iluminados, las maestras ciruela, los que descubren las vacunas y escriben libros que cuentan cosas que no queremos saber; como Alberto Luna en Una puta recorre Europa (Caballo de Troya, 2008), que en la contraportada de esta primera novela, recoge algunos puntos fundamentales de su poética: su intención de “buscar las zonas oscuras del presunto lustre de las democracias occidentales”, de “hacer visible lo invisible” y, sobre todo, de poner al servicio de tales propósitos las estrategias de la literatura de masas. O sea, luchar contra el poder utilizando sus armas y convirtiendo al autor en una especie de buen terrorista de la literatura. Pero todos esos se están convirtiendo en una manada trémula de escritores melancólicos o en niños hiperactivos que buscan un bote salvavidas – salvarse de la muerte – con la excusa de la hipertecnologización. Quiero escuchar a alguien que tenga algo que decirme. Mientras tanto, desconfío de la escritura colectiva y de las performances. Mueven mucho dinero.

[…]

En realidad, esta última modalidad de escritor es la más común, pese a la generalizada creencia de que el escritor es un ser mítico que vive gracias a anticipos millonarios, tiene caprichos de diva – J-Lo sólo se aloja en lugares entelados de blanco escrupuloso – y se hospeda en hoteles de siete estrellas. A la mayoría de los escritores – a la masa, al  proletariado de los escritores que ya ni siquiera se desclasan con la escritura porque el prestigio del artista está muy mermado – nunca se les paga lo que de verdad cuesta su libro: el precio oscila entre nada y menos de un euro por hora. Hagamos el cálculo: si por un libro en el que se ha trabajado dos años – setecientos treinta días por ocho horas de trabajo al día son cinco mil ochocientos cuarenta horas trabajadas -, se da un anticipo de seis mil euros brutos, eso significa que cada hora de trabajo de alguien que escribe se paga a poco más de un euro. Imaginemos que el anticipo es doble, el precio por hora trabajada sigue siendo miserable. El escritor no es un minero y no se le permite hablar en términos de trabajo y de salario: será que la escritura no es un oficio, sino un don de Dios. Será que los escritores caminan sobre las aguas y mastican éter. Será que los escritores para pagar la hipoteca se deben buscar un trabajo decente: profesor de instituto, camarero o tornero fresador. Actividades con una verdadera utilidad social. Porque al fin y al cabo, la escritura es un placer para quien la practica. Porque, al fin y al cabo, nadie se juega nada escribiendo y la escritura – literaria – no sirve para nada. Absolutamente. Todo eso se lee y se escucha. Yo reivindico para los escritores o bien el espacio sagrado perdido, o bien el beneficio que les corresponde por producir “ocio de calidad” – bienes suntuarios, bisutería, analgésicos – en la sociedad el mercado.
[…]


Propongo que escribamos textos, no sólo “historias”. Que sorteemos la trampa posmoderna de la idolatría del entretenimiento sin caer en el polo contrario de la “cultura erudita”, de la cultura ladrillo, endogámica y endoliteraria, la cultura de círculos viciosos que, hablando de ella misma, evita hablar de cualquier cosa – la vida, la realidad, el mundo -, esa cultura tan reconocible en las poéticas actuales. Propongo escribir textos que duelan. Frente a las visiones edulcoradas de la realidad, toda la literatura tendría que doler y alejarse de esas bonitas perspectivas irónicas que no son más que un tupido velo para tomar distancia y para separar “inteligentemente” los labios sin causar muchas molestias practicando el ejercicio de la corrección política. La autocensura. La actitud que garantiza un lugar en el mundo.