Esta es la historia de un soldado con una soga y una sola pierna.
Sucede que un ejército sin guerra es como una madre sin hijos.
En la guerra, todo ocurre en el presente. Una etapa sincrónica donde bailas, matas, respiras y mueres en el mismo segundo. La paz, sin embargo, ocurre en el futuro. Un ideal inalcanzable al que todos aspiran, pero nadie logra ver.
Cuando aquellos dioses que deciden la hora de muerte de los peones llegan a un acuerdo, el resto de los mortales se atreven a recordar el abrazo de la esperanza. El soldado con una sola pierna por fin va a casa, con solo muletas y hambre, porque no hay gracias que valgan.
El campo se ve igual de tranquilo como cuando el soldado se fue. Los pájaros mofándose de los humanos y su falta de libertad. El camino de tierra inestable que hace a las muletas temblar. El sol brillando y ardiendo sin remordimiento, pintando la grama verde en tintes de oro luminiscente. Pero desde la guerra, en España, todo se ve en blanco y negro.
El camino a su casa es más largo de lo que recordaba. Ya no reconoce los árboles que marcan la entrada del terreno o la ropa de los niños colgando en el tendedero. Es allí donde, con las risas inocentes de sus niños a la distancia, se siente a descansar y trenza una soga en el dedo gordo del pie que le queda.
Al fin llego a casa.
Esta es la historia de un limpiador de botas en la Plaza del Mercado. Había oferta y demanda para todos en la Plaza. Tenía clientes regulares. A otros los convencía de necesitar su servicio. Brillaba zapatos con atención al detalle. Aquel cepillo y aquel cajón le llenaban el alma. Era querido entre la comunidad de limpiabotas riopedrenses. Pero llegaron los centros comerciales. Se vaciaba el pueblo y la Plaza. Hasta ahí llegó el sindicato. Todo era tensión ante la merma de clientes. Muchos se rindieron. El monstruo económico parecía invencible. Optaron por otros trabajos. Quedaban apenas él y otro limpiabotas. Era un cascarrabias. Quería marcar terreno y destituirlo. No importaba que llevara décadas allí. Buscó la excusa para sacarlo. Todo se sabe en el pueblo chiquito e infierno grande. Se enteró de su relación con los barbudos. Le sacó los trapos sucios en la comisaría. El caso llegó al alcalde. Emitió la orden de desalojo. Lo forzaron al exilio de la Plaza. Culpable de alteración del orden público. Culpable de un caso fabricado. Culpable de la libre expresión. Permaneció el cascarrabias con su monopolio. Nadie defendió al icónico limpiador de botas. La Plaza ya no era la misma. Se retiró el cepillo y el cajón. Ahora vende lotería. De noche. Sentado a la orilla de la avenida. Frente al Hipopótamo. Aún conserva sus zapatos bicolor brillados hasta la extenuación.
Esta es la historia de la serpiente que vive por la arboleda de manzana. Es flaca y blanca, ojos rojos, pequeña. Envenena las manzanas solo pasándole por al lado. Solo Dios sabe como lo hace. Se arrastraba sin parar, nunca descansaba, hasta hoy. Después de pasarle por al lado sigilosamente a la mangosta, que dormía a la base del árbol, subió. Subió hasta lo más alto y se quedó en una de las ramas. Ahí por primera vez en su vida paró. Cerró los ojos y se dejó sentir el sol sobre sus escamas. Se quedó allí pensando, casi rezando. Si tuviera manos, hubiera hecho la señal de la cruz. Luego de algunos minutos, comenzó a bajar el tronco y en lo que ella bajaba, se iban cayendo todas las manzanas y hojas del árbol, marchitándose con destino a suelo, enterrando a la mangosta. El árbol una vez frondoso y bello, ahora estaba vacío, muriendo. En ese momento se pudo ver el cuerpo que las hojas escondían. La serpiente, se arrastró hasta la rama más baja del árbol. Le acarició la cara y le abrazó el cuello. De la boca de la niña, la serpiente probó sangre. Le desató la soga y ambas comenzaron su ascensión al cielo. Después que las nubes se las tragaron, la mangosta pudo escapar de su sepulcro de hojas y pudo ver que algo se caía del cielo. En el suelo cayó una manzana y acurrucada a su alrededor estaba la serpiente. Quien la mangosta, mato.
Esta es la historia del niño que dibujaba un reloj. Desde que el bebé estaba en camino a él lo habían excluido. Claro, como no era hijo del esposo actual de su madre; lo excluían en todo. Llevaba meses que solo veía a las criadas que le daban de comer, a los que le trabajaban las tierras del padrastro y a los hijos de las criadas que ni caso le hacían. Ahora que había llegado el nuevo integrante, ni siquiera lo miraban. No había un momento que no pensara en su antigua vida.
Su padre, antes de ir a la guerra, le había dejado un reloj como recuerdo de su tiempo juntos y con la promesa de que en algún momento volvería a su hogar. Para la gente no era mas que un reloj barato pero para él era el recuerdo de lo que en algún momento tuvo; amor, una familia y sobre todo, un hogar. Se aferraba al reloj como si su vida dependiera de ello. Tanto que lo escondía de su madre, padrastro y criadas. Era el único recuerdo físico que tenía de su padre.
Un día, en un arranque de ira, su padrastro encontró el reloj y lo tiró contra la pared. Destruyendo no solo un recuerdo, sino un corazón. Su madre ni siquiera lo defendió. Recogiendo las piezas del reloj pensó en lo solo que estaba y lo mucho que extrañaba su vida. Se dio cuenta que todo cambió. Su único consuelo era dibujar un reloj.
Esta es la historia de la sangre, específicamente la sangre que nadie deseó en esa tela blanca. La sangre, profunda y roja, espesa y pegajosa. Una vez que se seca sobre esa tela blanca, queda como grabado en piedra. Lo conviertes en otra cosa, lo dejas como está, o lo quemas. Se puede lavar, pero queda manchado. Nunca vuelve a ser blanco de nuevo. Nunca vuelve a ese estado puro. Se verá sucio por el resto de su vida. Si lo tratan de volver a lavar con productos más fuertes, la tela se verá afectada. Quedará más fina, más frágil. La sangre inunda a su víctima, la sangre es pesada y se aferra a todo. Ella se adelgaza y se cuela en cada grieta. Encontrará la manera de envenenarte. Uno puede tratar de lavarse las manos—una… dos… tres… no es suficiente. Te miras al espejo, la sangre está en todas partes, tu visión tornándose roja. Está en tus ojos, en tu boca, nariz, oídos, debajo de tus uñas, entrelazado en tu pelo. Ella abraza cada parte de tu cuerpo, te consume y nunca te dejará olvidar el pesar de esta noche. Te manchará y no hay marcha atrás.
—Mierda —por más que laves, no se va. Tu paciencia se vuelve inexistente. No se va, no se va.
Nadie pidió ser manchado con esta sangre. Ella no juzga; con el tiempo, manchará a todos, o al menos eso es lo que esperas mientras sigues desgastando la tela, limpiando toda esa impureza.
Esta es la historia del ruiseñor, pero no solo del ruiseñor. Del ruiseñor y las raíces, la corteza, las ramas, las hojas, del fruto, del árbol. El árbol es el único en su colina, una colina pintada dorada en esta época, una época calurosa en esta región, una región que para colmo nunca pierde el ardor del sol. El sol seca las puntas de la grama, dejando que el viento marque su camino con ondas verdes atravesando el oro. Pero el oro nunca llega bajo la sombra del árbol. El árbol entronizado se nutre de la lluvia, del sol, de su colina, y le devuelve el favor, creando un suculento reino para todo quien busque su manjar. Manjar bajo la corteza del tronco para los insectos, insectos y frutos para el ruiseñor.
El ruiseñor sigue el paso de las ondas verdes y más allá, vive, todos los días se va y vuelve a su nido en el reino. Reino que carga en su vientre, en las semillas que comió. Come. Comerá. La serpiente no viene del reino. La serpiente no duerme allí en el árbol en la colina. La serpiente se escurre entre la grama desde las afueras, desde un hueco en la tierra plana. La serpiente busca, sobrevive, todos los días sale del hueco y regresa.
La serpiente
busca en el árbol,
pero su manjar
no está en la tierra,
ni en la corteza,
ni en los frutos.
La serpiente come,
y en ese momento,
pertenece al reino
también.
Esta es la historia de la sangre. No soy esclava ni dueña. Cada ser que es, será y fue está a mi merced. Mi labor es mantenerte con vida. El vernos provoca que me sonroje de la vergüenza o de la sorpresa. No es mi culpa que el dolor sea la consecuencia de vernos cara a cara. No entiendo la causa de tanto temor, ya que la muerte no es mi compañera. Más bien, una invitada que al verme desbordar acaba con el sufrimiento de mi súbdita criatura. Soy una advertencia, no siempre una condena. Fluyo en cada pasillo de tu ser para mantenerte con vida, para que tu cuerpo respire y trabaje lo suficiente para la próxima estupidez en la que ocasiones nuestro reencuentro.
Esta es la historia de la peor pesadilla de Choco, el perro guardián de la familia, o más bien el de Sofía. A donde ella va, él la sigue fielmente. Es su humana favorita, no le explota los tímpanos como los otros mocosos.
Como de costumbre, Sofía se va en la mañana a recoger manzanas para luego descansar sus piecitos columpiándose en su árbol favorito. Choco la acompaña en su tranquilidad echándose una siesta. El tiempo parece fluir igual de relajado haciendo que pierdan la noción del tiempo. Choco vagamente abre los ojos y es ahí que la ve.
Sigilosamente entre el pasto se mueve una serpiente que sólo se ve si entrecierras los ojos con atención. El instinto protector del canino se activa, pero no conecta con su cuerpo. Sus músculos no ceden a la orden de alerta de su mente. La desesperación entra por cada poro de su piel al notar un ardor en una de sus patas. La sensación de una mordida fresca.
El reptil se acerca peligrosamente a la pequeña Sofía y Choco inmóvil no puede ni ladrar. Siente como su corazón combate entre detenerse o acelerarse. Los colmillos resplandecen en el sol listos para clavarse en otra víctima.
–¡El crío!– retumba un eco por todo el campo.
Resuena la voz en su cabeza hasta que el perro da un brinco en su lugar despertándose. Lo primero que ve es a Sofía corriendo hacia la casa. El alivio invade su cuerpo.
Solo fue una pesadilla…
Esta es la historia de aquel paraíso cubano que montó el primer Luis Aguirre. En la plantación de azúcar donde se crio, la familia de Luis era quien fermentaba, preparaba y suplía el alcohol durante el fin de zafra. Mientras el mundo siguiera comprando ron, habría caña, y siempre que hubiese caña, los campesinos tendrían para destilar su ron.
Para cuando murió su padre, ya Luis podía costearse un porvenir, en un diminuto rincón de La Habana. No había tierra para brotar raíces y abastecerse, pero sabía que la gente bebía tanto en la montaña como en la ciudad, así que compró suficiente guarapo para preparar dos botellas, y con eso continuó su tradición licorera. Adornó su nuevo sueño con un rótulo, que llevaba el nombre “Fuerza Y Vigor”.
Después de diez años, el señor Aguirre se había ganado una fortuna. Su rinconcito se convirtió en un negocio, luego en una barra, y después en una destilería masiva. Pasó la guerra con los norteamericanos y, luego, con el mundo entero. El ron de “Fuerza y Vigor” seguía fortaleciendo las almas cansadas. Los Aguirre aprovecharon el fin de la guerra civil, y se mudaron a un campo idílico de España.
Se supone que Luisín hubiese heredado ese imperio. Tendrían que convertir su campo en otro “rinconcito” para reponer lo que se llevó Batista. Eso no importaba ahora, según opinaba el señor Aguirre. Al menos no se murió el niño, agradecía él.
Esta es la historia de la gata negra Teleute. Aunque sea una gata, cumple una función extremadamente vital: sin ella no habría balance en el universo. Uno se preguntaría por qué una gata tiene tanto poder e influencia. Es porque ella es la única representante de la muerte misma, la personificación antropomórfica tanto de la vida como de la muerte; pues para vivir, uno debe tener un pie cerca de su tumba, y para morir, uno tuvo que haber sido alguna vez parte de los vivos.
El trabajo de Teleute es simple: juzga a los recién nacidos, porque no hay nada más vulnerable que un bebé cuya propia existencia reside en un limbo entre la vida y la muerte. Si Teleute lo ve digno, le concederá la bendición de una vida larga y plena; si lo ve deficiente, lo llevará al inframundo para unirlo con los espíritus de los fallecidos.
Sus criterios para emitir juicio son tan peculiares que algunos dicen que, si alguien es demasiado inquieto como un gusano, ella cosechará su alma; si alguien es demasiado callado, lo bendecirá. Pero en realidad todo depende de su capricho, porque el temperamento de un gato es todo menos predecible. Es tan impredecible como el clima tropical: nunca se sabe qué esperar en ese día.
La verdad es que no importa el criterio: ella elige como ella elige. Al final del día, pasará juicio sobre todos, especialmente sobre esa bella criatura que es carne y hueso frente a quien ella observa en ese momento.