Aquí está, es ella, dice Alba, y la señora se acerca a Blanca, le coge las manos y le dice en voz baja: los animales sabemos parir. Lo sabemos por naturaleza. Y las personas somos animales y a veces se nos olvida todo, incluso que somos animales. Presta atención al niño y presta atención al dolor. Agárrate a la roca, le dice. Respira, le dice.
Y Blanca se entrega a la mujer que sabe de partos como si fuera una madre. Luego Blanca se desnuda.
Eso es, eso es, como los animales. ¿Cómo te llamas, animalito?
Y Blanca dice: Blanca.
¿Dónde aprendiste de partos?, le pregunta y gime.
Ayudando a parir a las vacas, dice la mujer. Y tuve dos hijos. La primera, como una espiga, que no había forma de que saliera. El segundo, como una rana, que salió solo.
Le palpa el vientre.
Viene de cara, dice. Los terneros nacen de patas.
Blanca no grita, deja de respirar, se agarra a la pared y gime desde dentro, desde muy adentro, mucho rato, dolorosamente, con toda la cara mojada y el pelo pegado, y las manos completamente blancas de lo fuerte que se agarra a la piedra.
La señora la toca, la mira, le dice: estás muy abierta y enseguida veremos la cabecita. Blanca se pone a cuatro patas y respira. La mujer nos dice: traed más sábanas y más agua. Y le llevamos más sábanas y más agua, y Blanca gime y aprieta los dientes cada vez más seguido, y entonces, de repente, suelta un gemido que empieza con un aaaaah, un aaaaah hacia dentro, un aaaaah suave y roto que duele al oírlo.
En cuclillas, en cuclillas, con los pies en el suelo, como si hicieras caca, dice la señora, y Blanca levanta las rodillas y pone los pies en el suelo, y entonces la mujer añade: será rápido porque le veo la cabeza.
Irene Solà, Canto yo y la montaña baila (2019)

Tú eres el padre de Pablo, dice el muchacho, más afirmando que preguntando. Qué quieres, responde Carlos. Eres su padre, insiste el menor. Deja en paz a Pablo o vas a tener problemas, amenaza el adulto, y al hablar mira a la ventana del segundo piso donde cree localizar el despacho del director. Qué problemas, pregunta el niño, yo no le he hecho nada, y en su defensa asoma lo que Carlos quiere creer una muestra de debilidad, incluso de miedo, así que se reafirma en su autoridad: Lo sé todo, sé que le haces, no te vuelvas a acercar a él, y ahora ve en la ventana una sombra, el director que se levanta o se sienta o se mueve para coger una carpeta o salir. Te lo ha contado Pablo, pregunta el niño, y Carlos responde afirmativamente con la cabeza, y habría subrayado su respuesta con un monosílabo rotundo de no darse cuenta a tiempo de su error, la justicia escolar, delatar al compañero, así que corrige: no hace falta que me cuente nada, yo mismo te vi con él, pero el niño ya ha cerrado su conclusión: qué chivato, dice en voz baja, y repite, qué chivato, para añadir: yo no le he hecho nada, le pedí cosas y él me las dio, me dijo que ya no las necesitaba.Isaac Rosa, El país del miedo (2008)

De buena mañana, ha tenido al teléfono a Silvia haciendo pucheros, desconsolada: Ha muerto Matías, Mónica, ha muerto, le ha repetido tres o cuatro veces. Hay que ver cómo lloraba Silvita por teléfono cuando, antes de salir al aeropuerto, ha llamado preguntando por Rubén, que por cierto no ha querido ponerse. Dile que ya he salido. Que estoy en la oficina, o que me llame al móvil, y que si lo tengo desconectado, que lo tendré, que me deje el mensaje que sea. Ya la veré luego en el tanatorio. No tengo ganas de escenas. Lo que había que decirse ya nos lo hemos dicho, ha respondido Rubén. Oyendo por teléfono los pucheros de Silvia, Mónica se ha acordado del pasaje de la Historia Sagrada en el que Moisés toca con la vara una piedra dura y seca, y, con sólo tocarla, saca un chorro de agua buena para beber. La piedra del desierto lagrimea, ha pensado. De aquellos agujeros que parecían secos mana agua. Bienvenida sea si sirve para regar estos áridos campos del afecto por los que todas nos movemos como zombis, sin saber muy bien que dirección tomar, se ha dicho Mónica. En estos campos amenazados por la desertización, en los que hace meses y meses que no cae una gota de lluvia, mana un agua apacible y triste. Lo piensa a veces: cómo puede ser que su marido, tan tranquilo, tan seguro de sí mismo, engendrara a un ser nervioso, vestido con ropa de apariencia descuidada pero cara, pantaloncitos decolorados, blusas sueltas y con muchos vuelos, muy ad lib, ibicencas, medio hippies, pero carísimas, y sobre todo engañosas, porque bajo esa especie de desgana mediterránea ocultan un animalito de los que te muerden el cuello y luego no pueden soltarte porque se les agarrota la mandíbula, ¿no es eso lo que les pasa a los rottweiler?, ¿o es a los pitbull a los que les ocurre eso? Ella lo ha leído en alguna revista, lo ha visto en la televisión.
Ciertos perros muerden y luego no pueden soltar la presa. Perros asesinos. ¿Fruto de la genética, o de entrenamientos? (siente un escalofrío al pensar la primera posibilidad, que Rubén, con su apacible fuerza, guarde oculto ese gen cruel). Pero hoy el animalito llora, llora y enseña su boca de colmillos ensangrentados. Resulta que Silvia tiene agua dentro como todo el mundo. Su cuerpo está en buena parte compuesto - como el de los demás humanos - por agua, ni más ni menos. Está húmeda por dentro. Como las demás mujeres. Quién lo hubiera dicho. Mónica sonríe mientras se peina ante el espejo. Rafael Chirbes, Crematorio (2007)

Diría Pedro Orce, si a tanto se atreviera, que la causa de que la tierra temblara fue que golpeó con los pies en el suelo al levantarse de la silla, fuerte presunción la suya, si no nuestra, que livianamente dudamos, si cada hombre deja en el mundo al menos una señal, ésta podría ser la de Pedro Orce, por eso dice, Puse los pies en el suelo y la tierra empezó a temblar. Extraordinaria sacudida aquélla, que nadie dio muestras de sentir, e incluso ahora, pasados dos minutos, cuando en la playa se ha retirado la ola y Joaquim Sassa se dice a sí mismo, Si lo contara me llamarían mentiroso, la tierra vibra como sigue vibrando la cuerda que ya ha dejado de oírse, la siente Pedro Orce en la planta de los pies, sigue sintiéndola cuando sale de la farmacia a la calle, y nadie allí parece haberse enterado, es como estar mirando una estrella y decir, Qué luz tan hermosa, qué estrella tan bonita, y no poder saber que se apagó a la mitad de la frase, y los hijos y los nietos repetirán las palabras, los pobres, hablan de lo ya muerto y le llaman vivo, no sólo en la ciencia astronómica acontece engaño tal. Aquí es lo contrario, todos jurarían que la tierra está firme y sólo Pedro Orce aseguraría que tiembla, menos mal que se calló y no salió corriendo despavorido, por otra parte no vacilan las paredes, las lámparas colgadas están inmóviles como plomada, y los pájaros en la jaula que suelen ser los primeros en dar la alarma, duermen tranquilos en la vara, la cabeza bajo el ala, la aguja del sismógrafo trazó y sigue trazando una línea recta horizontal en el papel milimetrado.
José Saramago, La balsa de piedra (1986)