ABSURDO. Término de origen latino (absurdus: necio, disparatado), que se aplica a enunciados sin sentido lógico y a situaciones y acontecimientos que no admiten una explicación racional. En la filosofía existencialista contemporánea, el absurdo es un concepto clave, de orden metafísico y moral, para definir el “sin-sentido” de la vida en un mundo en el que el hombre se encuentra como “arrojado”, y donde su existencia, dominada por la angustia de una muerte ineludible, carece de significación y de esperanza. Esta concepción trágica de la vida aparece en escritores anteriores al existencialismo, como F. Dostoiveski, F. Kafka, etc. Este último crea en sus novelas un mundo caótico en el que los personajes viven desconcertados ante una realidad absurda, inermes y abandonados en su soledad existencial: tal es la situación de Joseph K., detenido y procesado por infundadas e imprecisas acusaciones de unos jueces cuya jurisdicción desconoce (El proceso, 1925); o la de un agrimensor que no acaba de llegar a su destino, bloqueado en una espera interminable por órdenes arbitrarias de poderes misteriosos e incontrolados (El castillo, 1926); o la de Samsa, viajante de comercio, que, una mañana, al despertar, se descubre fatalmente convertido en un monstruoso insecto (La metamorfosis, 1915). Años más tarde, en La náusea (1938) de J. P. Sastre, el absurdo es experimentado por el protagonista, Roquentin, como una opresión de angustia y tedio ante la sensación de vacío radical que le ofrece su vida.
Esta concepción filosófica de la existencia, que surge en el contexto de dos guerras mundiales (el existencialismo alemán, de M. Heidegger y K. Jaspers, se inicia en el período de entreguerras; el francés, de Sastre, durante la ocupación nazi), es el sustrato ideológico, tanto de la mencionada narrativa y del teatro existencialistas, como la del llamado Teatro del Absurdo, corriente dramática iniciada con La cantante calva (1950) de E. Ionesco, y con Esperando a Godot (1953) de S. Beckett. Sin embargo, la orientación estética y la técnica teatral con las que se representa esta conciencia del absurdo aparecen de forma distinta en las obras de Beckett y de Ionesco, y en las de los dramaturgos existencialistas. De hech, J. P. Sartre (Las moscas, 1943; A puerta cerrada, 1944) y A. Camus (El malentendido, 1944; Calígula, 1945) presentan la irracionalidad del existir humano «con un razonamiento altamente lúcido y construido con toda la lógica» (M. Esslin, 1966), respetando, además, las convenciones escénicas del teatro clásico; intriga coherente, mímesis e ilusión de realidad, etc. Por el contrario, Ionesco y Beckett rompen con esas convenciones tradicionales y abandonan el discurso lógico por juzgarlo inadecuado para expresar teatralmente la irracionalidad de la vida. De esta manera, ambos autores, en sus respectivas obras, logran articular dicho tema del “sin-sentido” y de la incongruencia, dando origen a una verdadera “antipieza” (así se subtitula La cantante calva) y a un modelo de antiteatro.
Las características de este tipo de obra son las siguientes:
·      Frente a la estructura tradicional (planteamiento, nudo y desenlace), estas piezas carecen de intriga (en la obra de Beckett, los protagonistas esperan a un tal Godot, que no llegara nunca: «Nada ocurre, nadie llega, nadie se va, es terrible», dice Estragón) y de una acción progresiva y coherente: los acontecimientos sobrevienen al azar y provocan situaciones absurdas. Así, en La cantante calva se produce el sinsentido de que dos personas se reconocen como marido y mujer al percatarse de que viven en la misma calle y casa, duermen en la misma cama y son padres de la misma hija.
·      Los personajes de estos dramas son “entes” indefinidos, que se mueven como peleles, a la deriva, en busca de un sentido que se les escapa. En Esperando a Godot se comportan como payasos de circo, cuyas bufanadas, relatos incongruentes y vanas disputas no sirven ni para disimular el tedio que les invade “«Así matamos el tiempo»), inmersos en un mundo extraño, en el que son incapaces de reconocerse: «No recuerdo haberme encontrado con nadie ayer. Pero mañana no recordaré haberme encontrado con alguien hoy. No cuente conmigo para salir de dudas (…)», dice Pozzo a Vladimir, que acaba de referirse al mutuo encuentro del día anterior.
·      El lenguaje se convierte en centro de interés del espectáculo teatral, un lenguaje frecuentemente dislocado, desintegrado (incoherencias, disparates, frases contradictorias, simplezas y expresiones tópicas) y convertido en puro juego (a veces, juego de escarnio) de palabras vacías, que delatan dificultades insalvables de la comunicación humana:  «Estragón: Eso, hagamos preguntas. Vladimir: ¿Qué quieres decir con algo es algo? Estragón: Que es algo pero menos. Vladimir: Evidentemente.»
·      En cuanto a la técnica de composición, estos dramaturgos recogen elementos del teatro anterior, especialmente de A. Jarry (el aspecto caricaturesco y de farsa en los personajes de Ubu Rey, 1896), de los surrealistas (onirismo e irracionalismo) y de A. Artaud (efecto revulsivo del espectáculo teatral), así como recursos extraídos del circo, del teatro de marionetas, del mimo e, incluso, del cine y la novela (Kafka, J. Joyce, L. Caroll, etc). Un rasgo peculiar de estas obras es su estructura cíclica: «La secuencia final completa o repite la secuencia inicial, dando la impresión de que todo podría volver a empezar indefinidamente» (C. Oliva y F. Torres, 1990).
Entre los cultivadores de este teatro del Absurdo deben citarse, además de Ionesco (La lección, 1951; Las sillas, 1952; Víctimas del deber, 1953; El rinoceronte, 1960) y Beckett (Final de partida,  1957; La última cinta, 1960), A. Adamov (La grande y la pequeña maniobra, 1950; La invasión, 1950; Todos contra todos, 1953), H. Pinter (La habitación, 1957; El aniversario, 1957; El guardián, 1960), E. Albee (Historia del zoo, 1959), R. Pinget (Letra muerta, 1960; Aquí o en otra parte, 1961), etc. Suelen citarse también los nombres de F. Dürrenmatt, Max Frisch y G. Grass como creadores de lo que se ha denominado el «absurdo satírico (en la formulación y en la intriga)» (P. Pavis, 1983).
Con el Teatro del Absurdo se ha relacionado igualmente a algunos dramaturgos españoles como M. Mihura (Tres sombreros de copa, obra escrita en 1932, pero estrenada veinte años, después que mereció un comentario elogioso de Ionesco), E. Jardiel Poncela, Antonio de Lara (Tono), etc., los cuales, en su teatro de humor, utilizan el absurdo lógico, la incoherencia y el disparate como recursos provocadores de comicidad. Otro autor vinculado a la corriente del Absurdo es F. Arrabal, en sus primeras obras: Pic-nic (1952), El triciclo (1952), Fando y Lis (1956). Sin embargo, en la década de los sesenta deriva hacia formas de vanguardia teatral, al conectar con el círculo surrealista de A. Breton, del que luego se aparta para iniciar el «Teatro Pánico», en el que perviven elementos surrealistas, kafkianos, etc. Estos elementos continúan, como sustrato, en su obra posterior, la cual, al tiempo que trata de reflejar «el caos y la confusión de la vida» (F. Arrabal), responde, no obstante, a una «preocupación por la construcción precisa, la exactitud del ritmo y la coherencia estructural» (A. Berenguer, 1979). Por último, en la década de los años sesenta, algunos dramaturgos utilizaron ciertos elementos el Teatro del Absurdo: L. Matilla (El observador, 1967), A. García Pintado (Las manos limpias, 1967), J. Ruibal (El hombre y la mosca, 1968), etc.

Tomado de Diccionario de términos literarios de Demetrio Estébanez Calderón.