Pieza teatral, generalmente breve, de carácter cómico y satírico, cuyos
antecedentes se encuentran en el teatro clásico (Aristófanes, Plauto y en los
mimos latinos), pero no se configurará como género, hasta la Edad Media. En
Francia se cultiva este subgénero dramático con obras como Le Garçon et l’Aveugle (s.XIII), La farce de Maître Pathelin (sxv), etc., y continúa con una serie
de cultivadores que llegan hasta el siglo XVII (Turpulin, Gros-Guillaume, etc).
En la literatura española no hay constancia de la aparición del término “farsa”
hasta Lucas Fernández, que lo aplica a piezas de temática religiosa (Farsa del nascimiento de Nuestro Redemptor
Jesucristo) y amorosa (Diálogo para
cantar), englobada esta última en un conjunto de tres “farsas o cuasi comedias”.
Es Gil Vicente, en la Farsa dos físicos
y la Farsa llamada das Fadas, quien
más se acerca al sentido original de la farsa, con su sentido del humor y de la
sátira de los aspectos ridículos y grotescos de ciertos comportamientos
humanos. Es éste aspecto fundamental de la farsa: la pintura satírica de costumbres,
realizada en un tono de bufonada carnavalesca, aspecto que se remonta a una
larga tradición latina y medieval y que, en la literatura española, continúa en
los pasos, el entremés, la mojiganga, etc.
En
el siglo XVII Molière recogerá ese tono satírico y bufonesco de la farsa y lo
insertará en la comedia de intriga, de manera similar a como harán E. Labiche o
G. Feydeau con el vaudeville en el siglo XIX, o E. Ionesco y S. Beckett en el siglo XX
con su teatro del absurdo. En la literatura española contemporánea pueden
considerarse farsas La marquesa Rosalinda
y las tres piezas que llevan en su título la denominación de farsa (Farsa infantil de la cabeza del dragón,
Farsa italiana de la enamorada del rey y Farsa y licencia de la Reina Castiza), obras de Valle-Inclán en las
que prevalece el tono grotesco, rayano con el esperpento. Federico García Lorca
consideraba como farsas, tanto sus dos piezas para guiñol (Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita y Retablillo de don Cristóbal) como Amor de don Perlimplín con Belisa en su
jardín y La zapatera prodigiosa.
En estas piezas de Valle y de Lorca, la farsa, que utiliza con profusión
elementos grotescos, recupera una función que tuvo desde sus orígenes: la de
crítica y revulsivo frente a la opresión del poder, de la lógica racional, de
la moral (tabúes) o de las presiones religiosas y políticas. En este último
aspecto inciden dos farsas “revolucionarias” de Rafael Alberti, Farsa de los Reyes Magos (1934) y Bazar de la providencia (1934), en las
que se satiriza, con técnicas recogidas del guiñol y del esperpento, la
manipulación de la ingenuidad y credulidad del pueblo por parte del clero y del
poder económico y político. La farsa provoca una liberación de los impulsos
profundos del hombre frente a toda forma de opresión e inhibición. El humor y
la risa, mecanismos liberadores, son fruto de una serie de recursos ya clásicos
en la historia de la farsa: bufonadas y situaciones hilarantes, máscaras
grotescas, payasadas, gestos, muecas, etc.
Tomado
de: Demetrio Estébanez Calderón, Diccionario
de términos literarios. Madrid: Alianza, 1999. 409-410