Del momento que la convirtió para siempre en una lectora


«Mi padrastro maneja una combi Volkswagen, mi mamá va de copiloto. Han adaptado la parte trasera del auto como una gran superficie con acolchado, una especie de cama doble o triple en la que vamos sentadas, acostadas, echadas, patas para arriba, acurrucadas, como queramos, mi hermana y yo. Jugamos a las cartas, leemos historietas, miramos cómo el paisaje desértico del norte de Chile empieza a colarse por las ventanitas, contamos chistes. En algún momento mi hermana se duerme. De aburrida -es un tiempo en que aún existe el aburrimiento- me pongo a hurguetear los libros que hay dentro de un bolso. No sé si son de mi mamá o de mi padrastro. Me quedo con uno por su título: Patas de perro. Por su portada también: unos dedos animalescos, a ras de suelo, sostienen dos patas delgadas que se interrumpen a la altura de lo que podrían ser las rodillas de un niño con un pantalón corto. No vemos lo que sigue hacia arriba. Esa frontera entre lo humano y lo animal, ese desierto que se abre allá afuera, ese silencio adentro de esta cápsula familiar, me hacen sentir que es aquí y en ninguna otra parte donde quiero estar. Aquí, abducida por las primeras páginas de un libro que comienza así: “Escribo para olvidar”. Leo para acompañar ese olvido, leo para seguir los pasos del niño con patas de perro, leo porque necesito ir detrás de las vidas de Bobi y Carlos, leo porque no hay tranquilidad en estas páginas y, aunque no sé si estoy entendiendo a mis trece años lo que hay dentro de lo que leo, esa sola experiencia me sacude y me conmueve y me enseña algo que entonces no sé nombrar.»  

Alejandra Costamagna (Santiago de Chile, 1970)
Tomado de Eterna Cadencia