Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1903-1993)
e l s ó t a n o
Este sótano que en invierno es excesivamente frío, en verano es un Edén. En la puerta cancel, arriba, algunas personas se asoman a tomar fresco durante los días más cruentos de enero y ensucian el piso. Ninguna ventana deja pasar la luz ni el horrible calor del día. Tengo un espejo grande y un sofá o cama turca que me regaló un cliente millonario y cuatro colchas que fui adquiriendo poco a poco, de otros sinvergüenzas. En baldes, que me presta el portero de la casa vecina, traigo por las mañanas agua para lavarme la cara y las manos. Soy aseada. Tengo una percha, para colgar mis vestidos detrás de un cortinaje, y una repisa para el candelero. No hay luz eléctrica ni agua. Mi mesa de luz es una silla, y mi silla un almohadón de terciopelo. Uno de mis clientes, el más jovencito, me trajo de la casa de su abuela retazos de cortinas antiguas, con las que adorno las paredes, con figuritas que recorto de las revistas. La señora de arriba, me da el almuerzo; con lo que guardo en mis bolsillos y algunos caramelos, me desayuno. Tener que convivir con ratones, me pareció en el primer momento el único defecto de este sótano, donde no pago alquiler. Ahora advierto que estos animales no son tan terribles: son discretos. En resumidas cuentas son preferibles a las moscas, que abundan tanto en las casas más lujosas de Buenos Aires, donde me regalaban restos de comida, cuando yo tenía once años. Mientras están los clientes, no aparecen: reconocen la diferencia que hay entre un silencio y otro; surgen en cuanto me quedo sola en medio de cualquier bullicio; pasan corriendo, se detienen un instante y me miran de reojo, como si adivinaran lo que pienso de ellos. A veces comen un trozo de queso o de pan, que quedó en el suelo. No me tienen miedo, ni yo a ellos. Lo malo es que no puedo almacenar provisiones, porque las comen antes de que yo las pruebe. Hay personas mal intencionadas que se alegran de esta circunstancia y que me llaman Fermina, la de los ratones. Yo no quiero darles el gusto y no les pediré prestadas las trampas para exterminarlos. Vivo con ellos. Los reconozco y los bauticé con nombres de actores de cinematógrafo. Uno, el más viejo, se llama Carlitos Chaplin, otro Gregory Peck, otro Marlon Brando, otro Duilio Marzio; otro que es juguetón, Daniel Gellin, otro Yul Brinner, y una hembrita, Gina Lollobrigida, y otra Sofía Loren. Es extraño cómo estos animalitos se han apoderado del sótano donde tal vez vivieron antes que yo. Hasta las manchas de humedad adquirieron formas de ratones; todas son oscuras y un poco alargadas, con dos orejitas y una cola larga, en punta. Cuando nadie me ve, guardo comida para ellos, en uno de los platitos que me reg
Tomado de La furia y otros cuentos, 1959