Hasta aquel momento, y mientras se desnudaba, puede decirse que nunca me lo había acabado de mirar bien. Estaba sentada en un rincón, sin atreverme a mover, y al final dijo, si te da vergüenza desnudarte delante de mí saldré, y si no empezaré yo para que veas que no tiene importancia. Tenía el pelo como un bosque, plantado sobre la cabeza redondita. Brillante como de charol. Se peinaba a tirones de peine y a cada tirón de peine se alisaba el pelo con la otra mano. Cuando no tenía peine se lo peinaba con los dedos de las manos abiertas, muy de prisa, muy de prisa, como si una mano persiguiese a la otra. Si no se peinaba, le caía un mechón en la frente, que era muy ancha y un poco baja. Las cejas eran espesas, negras como el pelo, encima de sus ojos menudos y brillantes de ratón. Los bordes de los ojos siempre los tenía húmedos, como algo untados, y le hacía muy bonito. La nariz no era ni muy ancha ni muy estrecha, ni se volvía para arriba, que entonces no me hubiese gustado nada. Los carrillos eran llenos, rosados en veranos, encarnados en invierno, con una oreja a cada lado un poco separadas por la parte de arriba. Y tenía los labios siempre rojos y eran gorditos; el de abajo salía hacia fuera. Cuando hablaba o se reía se le veía la cadeneta de los dientes, muy metidos en cada agujero de la encía. Tenía el cuello sin nervios. Y en la nariz, que ya he dicho que no era ni demasiado ancha ni demasiado estrecha, tenía, en cada ventana, una madejita de pelos para parar el frío y las polvaredas. Sólo detrás de las piernas, más bien delgadas, las venas se le hinchaban como culebras. Todo el cuerpo era largo y redondo donde tenía que ser redondo. La tabla del pecho alta, las caderas estrechas. El pie largo y delgado, con la planta un poco aplanada, y si andaba descalzo pisaba de talón. Estaba bien hecho y se lo dije, y se volvió poco a poco, y me preguntó, ¿tú crees?
Mercè Rodoreda, Plaza del diamante (1962)
Yo también quisiera dormir, pero no puedo. Siento toda la piel erizada, como un gato en mitad de una tormenta. La puerta del cuarto chirría al abrirse y en el quicio aparece el llamado Gastón. Encogido sobre sí mismo y nuevamente con apariencia de jorobado. Lleva una vela encendida en la mano y se acerca con cuidado a cada uno de los lechos, buscando un lugar libre en el que acostarse. Cuando se aproxima a nosotras, aprieto los párpados y finjo respirar pesadamente desde el hondón del sueño; pero en cuanto se aleja, vuelvo a vigilarle a través de las pestañas. Ha descubierto ya su cama, que es la misma del mercader desdentado, y ha empezado a desvestirse. De pronto, se estira, se yergue, endereza las espaldas y parece que crece. Sale del disfraz de su fealdad como una mariposa de su capullo. Ha vuelto a transmutarse. Veo la gracia con que mueve ahora su cuerpo ágil y flexible, su cuerpo ligero de gato sigiloso. Se ha quitado la camisa y solamente lleva puestas las ajustadas calzas. La luz de la vela, que ha dejado en el suelo, distribuye extrañas y temblorosas sombras sobre su piel. Su piel atirantada sobre los suaves músculos, su piel pálida encendida por el fuego de la pequeña llama. Al final de su espalda, justo por encima del calzón, me parece atisbar dos o tres rizos oscuros. Gastón empuja al viejo mercader para que se mueva y le haga sitio, se mete en el lecho y apaga su bujía. La oscuridad nos traga.
Rosa Montero, Historia del rey transparente (2005)