[Fragmento de «La cosa mala de las cosas solas, Buenos Aires, 1985-1986», Nuestra parte de noche (2019) de Mariana Enríquez]
- Es demasiado grande - dijo sin mirarlos -. La casa. Es más grande de adentro que de afuera.
Tenía razón. El living, o el hall de entrada, o lo que fuese ese primer ambiente, parecía un salón vacío y tenía tres ventanas, aunque desde afuera solo se veían dos. Solo había dos. Gaspar sintió que Vicky le clavaba las uñas en el brazo, en el sano, ella tenía cuidado, jamás le había dicho que no le dolía, tampoco a Pablo, y eso que Pablo sabía lo que había pasado. Después dijo en voz alta:
- Salgamos. Está zumbando.
Ahora Gaspar también oía, aunque muy tenue, a una frecuencia muy baja, parecido a cuando el equipo de música quedaba encendido y vibraba casi imperceptiblemente. Era como si detrás de las paredes vivieran colonias de bichos ocultos bajo la pintura. Bichos pequeños, a lo mejor alados. Mariposas nocturnas. Escarabajos negros. Pensó que en cualquier momento la pintura, de un amarillo patito muy claro, se iba a desprender e iba a dejar que salieran volando los bichos, se imaginaba muchas polillas, esos animales que cuando se los atrapaba quedaban convertidos en cenizas.
- Ser huérfano era cargar con cenizas.
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo, entraba en la casa iluminada por su sol privado, la casa que era otra por adentro. Pablo le pedía esperá, esperá; pero ella no hacía caso. La vibración la atraía. La luz, que no era eléctrica, al menos no venía de ninguna lámpara en el techo, la hacía parecer dorada.
La siguieron hasta la siguiente sala, que tenía muebles. Sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Contra la pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos. Adela se acercó para ver qué eran: llegaban casi hasta el techo. En el estante inferior había objetos de un blanco amarillento, con forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más puntiagudos. Gaspar se animó a tocar uno y lo soltó enseguida, asqueado.
- Son uñas - dijo.
Vicky se puso a llorar. Pablo y Adela seguían mirando. Gaspar los observó. Estaban raros. Fascinados, pero como si recién se despertaran, adormecidos. Él y Vicky no, ellos estaban alerta. La sensación de que algo horrible iba a pasar era clarísima, al menos para él, pero se entregó. La casa los había buscado y ahí los tenía, ahora, entre sus dedos, entre sus uñas. El segundo estante estaba decorado con dientes. Muelas con plomo negro en el centro, arregladas; después los colmillos, que, le habían enseñado en el colegio, se llamaban incisivos. Paletas. Dientes de leche, pequeños. Gaspar adivinó lo que había en el tercer estante antes de verlo, era obvio. Había párpados. Ubicados como mariposas, igual de delicados. Pestañas cortas, oscuras largas, algunos sin pestañas.
- Hay que juntarlos - dijo Adela, excitada -. ¡A lo mejor alguno es de mi papá!