IMAGINAR en un espacio

Textos que discutiremos en la sesión del lunes 8 de septiembre 



 

Martes 2 de septiembre, 1:48 p. m. Durante cinco horas estuvimos esperando a Víbora; todo indicaba que aparecería y nuestras información confirmaba su presencia en la isla. Nuestra directiva era clara: cambiar de posición cada hora y mimetizarse con la población y los turistas. Era nuestra única oportunidad de capturar al fugitivo después de 19 años invadiendo a las autoridades.

El parque estaba lleno. Turistas con pocos artículos de ropa preparados para el clima tropical, muchos hombres vestidos en colores oscuros y mujeres con ropa ligeramente liviana. Ellos se encontraban en ese momento divirtiéndose y alimentando a las aves. Hasta el momento no había niños, lo que pensé que facilita nuestro trabajo. Solo vimos palomas grises, que no dejaban de comer, siempre queriendo más. Eso complicaba la vigilancia, pues limitaba nuestra vista y percepción de la entrada del parque.

Durante horas esperamos tranquilamente a Víbora, pero fue en vano; parecía que nunca planeaba aparecer. A estas alturas, todos empezábamos a molestarnos con las aves. No dejaban de interactuar con nosotros, esperaban con ansias que las alimentaran. Cada minuto venían más para ubicarse junto a nosotros o cerca de nosotros, mirándonos con sus ojitos. La misión se estaba volviendo aún más agotadora. Cuanto más esperábamos, más seguro era que, o nos descubran una vez más o que Víbora nos engañó de nuevo. Esta vez, el método fue el más eficaz: Palomas molestosas.

 


 

El miércoles pasado llegué al tren y habían demasiadas personas, de milagro encontré un lugar al lado de una señora que estoy segura no pasaba de 45 años. Le pregunté si estaba bien sentarme a su lado y ella muy amablemente me contesto que si; su sonrisa, mientras lo decía, demostraba lo cansada que estaba. Sus ojeras marcadas solo podían significar hijos y horas perdidas de sueño. Aunque estaba cansada en ningún momento cerró los ojos para tomarse una siesta hasta su parada. Siempre alerta, como si esperaba algo o alguien. En la estación de Cupey hizo esfuerzo para levantarse y yo, simplemente, me moví. Salió del tren y busco a alguien, su hija. Se sentaron en otro lugar y ella le preguntó: “¿como fue tu día?”. Mientras las observaba, notaba lo mucho que la amaba, como si fuera el centro de su mundo. Para mi, era una madre soltera sobreviviendo a su día a día tan complicado. Supuse que no tenían un carro para moverse y si lo tenia era uno que no podría correr largas distancias. Eran las 3:00 de la tarde, ¿ambas salían del trabajo y la escuela?, aunque su hija no tenia uniforme ni la señora tampoco. Para mi ambas estaban en citas médicas. Entre tanto pensar en su situación las perdí de vista. Por lo que pensé, ¿sus ojeras delataban su situación, o solo era mi imaginación? ¿El sistema les había fallado? ¿Que haría yo en su situación? ¿Por qué no comencé una conversación?

 


 

Abecedario en sala de espera

a de aumentaste el aumento, astigmatismo, antirreflexivo

b de bifocal, blanco, balance saldo

c de ceguera, cristales, catarata

d de deberías operarte, de dos a tres semanas, de daltonismo

e de enfocar, escaparate, esclerótica

f de frío, factura, firma

g de globo aerostático, golf, gafas

h de heterocromía, hablador, hola tanto tiempo

i de iris, información importante, itinerario 

j de jubilados, jorobas, jabón apestoso

k de kinesia, de kilométrica espera

l de lámpara de hendidura, luz difusa, limbo

m de miopía, monturas, mostrador

n de niños llorando, nervios, no hay devoluciones 

o de oftalmólogo, optómetra, óptica nacional

p de plan médico, pupila, pestañear  

q de quinientos dólares, de quejas

r de receta, retina, remodelación 

s de salúdame a tu abuela, señoras hablando, sillas ocupadas 

t de timbre, tuerto, tracto óptico

u de úvea, de umbral

v de veinte veinte, de visión 

w de Wernicke, de walk-in

x de xilografía en la pared hecha por un tal Leonardo

y de yeux, de Yves Saint Laurent

z de zona de empleados o de zónula también

 


 

Cuelgan estantes que aguantan ciento cincuenta marcos en blancas paredes remodeladas. Son casi ochocientas opciones contenidas en la oficina, área de cobro, sala de espera, zona de medidas y recepción; todo a la misma vez. Hay algunos pares que son favoritos entre los clientes y se seleccionan a diario. Otros, más extravagantes o demasiado sencillos, se quedan acumulando polvo. Lentes aún sin ojos, pero que miran. Ven fijamente a los que andan en el quita y pon o en el prueba y desaprueba. Intentan con esa intensidad seducir a su modelo para ser los elegidos entre las cientos de opciones de monturas. La bendición de que opten por ese par, así podrá salir de la reducida oficina recién remodelada para ver el mundo. Y vería el mundo si, dentro de la ruleta de clientes cegatos, gana la dicha de que el dueño sea dado de explorar. Que sea un portador de ese par al que le echen piropos por su selección curada, que coja carretera a menudo para ver qué le sorprende en un pueblo nuevo, que su pasaporte esté lleno de ponches internacionales. Porque mal pueden quedar atrapados con otro dueño viendo una pantalla, el carro y la casa. Así, varados en un ciclo, hasta que pase el año y ya los desechen porque ha cambiado la receta. Sus otros compañeros, los populares y los olvidados aún incrustados en la pared, desean correr una mejor suerte cuando crucen esa mirada decisiva. 


 

—¡Voy a llamar a la policía! 

Mi vista, por voluntad propia, vuela hasta encontrar la trémula voz. La mujer vestida con una camisa rojo ardiente, parece querer sumergirse en el monitor de la computadora. Su mano temblante aprieta el teléfono a su oído, mientras la luz fluorescente hace brillar el sudor en su frente.  

De repente, la mujer gira su cabeza hasta que sus ojos encuentran los míos. Una risa incómoda se le escapa. 

—Tú sabes cómo es. —señala a su teléfono. 

Sin saber, me volteo y continuo mi trabajo. El hipnotizante “click clack” de la sinfonía de teclados en la biblioteca son suficientes para borrar las palabras de la mujer a mi espalda. Los minutos pasan mientras mi documento crece y crece hasta que eventualmente el trabajo llega a su fin. Exhalando la ansiedad acumulada, cierro el dispositivo y comienzo la larga caminata hacia mi apartamento. 

El sol ya se va escondiendo tras el horizonte. Con cada paso observo cuidadosamente mis alrededores solitarios. El rojo ardiente de su camisa atrapa mi vista. Desde mi posición lejana puedo ver como la mujer baja sus ojos hacia su teléfono. Recuerdo, entonces, sus palabras en la biblioteca.

La mujer cruza la calle y me pregunto: ¿compartimos la misma ruta?  

El carro aparece de la nada. 

El cuerpo de la mujer no es suficiente para detenerlo. 

Todo el aire desaparece de mis pulmones. Sin pensarlo mis dedos temblorosos luchan por marcar los mismos números que ella había mencionado.  

9-1-1. 


 

Un gran muro. Lo que separa mis ojos de observar lo más interesante de esta tarde es este gran muro que voy a trepar. Encima de él, estoy parado entre lugares habitables y otros olvidados. Una escuela abandonada por el gobierno que prometió promoverla para servir más años de educación a los niños que viven por el área. Hace casi veinte años que estudié en esa misma escuela, mi nombre todavía está plasmado con el de mis amistades en los papeles quemados y tirados en el suelo. Las ventanas ya no existen, solo son concavidades gigantes en cada esquina. Bombillas quebradas, pupitres con potencial abandonado, pizarras inexistentes, un comedor vacío…

Pero, dentro de todo este abandono todavía hay vida. Los árboles han tomado el área para ellos, convirtiéndose en un hogar para varias familias. Subiendo las escaleras, pude ver cinco murciélagos, colgados sobre una rama dentro de un salón donde antes estaba una maestra de educación física. Un salón donde había tanto cariño hacia sus estudiantes ahora es un hogar acogedor entre todo el abandono para estos animalitos. Dos son grandes y tres de ellos son del tamaño de un ratón. Los cachorros durmiendo entre las alas protectoras de sus padres. 

Esta escuela era un segundo hogar para niños de elemental, las maestras convirtiéndolos en los adultos de hoy en día. Tal vez los que están en estos salones no son niños, pero se siente bien poder ver que sigue siendo un hogar para otros… pequeños murciélagos.


 De camino a casa de Abuela, siempre pasamos por un puente. No es muy largo, toma solo 20 segundos pasarlo en su totalidad. Siempre que paso hay grupos de personas tirándose para caer en la laguna y chapoteando en el agua. Pero una vez que pase no estaban los grupitos ahí. Ya era de noche, tal vez las 2am. Solo estaba un joven mirando hacia el horizonte. Era casi mágico, ver como la luz de la luna se reflejaba sobre él. No sabía por qué, pero mis ojos no podían dejar de mirarlo. Algo me llamaba. El joven se quitó la ropa y se lanzó al agua. Parecía atleta de clavado olímpico. La luz de la luna lo perseguía. No podía creer lo que estaba viendo. Estacioné el carro y salí corriendo. En el agua lo vi, nadando, alejándose de mí. Esta fue la primera vez que lo vi convertirse en sirena. Claro no fue la última. Después de ese día, iba casi todas las semanas esperando volverlo a ver. Después de cinco años esperando poderlo encontrar, ayer lo vi. 



 

 








TEXTOS discutidos el miércoles 3 de septiembre

 


 ¿Qué mejor manera de cerrar el verano que con entradas gratis a un parque acuático, cortesía de tu trabajo “part-time”? El sábado pasado una compañía alquiló un parque acuático para premiar a sus empleados al terminar la temporada alta. Durante todo el día el ambiente se veía caótico y alegre, pero acercándose la hora del cierre del parque se podía sentir la calma asentándose.

Estaba en la piscina con varios de mis compañeros flotando exhaustos tras un largo día. Disfrutábamos en paz los últimos minutos que nos quedaban, al igual que muchos, cuando me percaté que a un par de metros de nosotros un grupo de jóvenes reían a carcajadas y salpicaban agua. Cualquiera diría que recién habían llegado porque estaban demasiado energéticos comparado con nosotros que llevábamos todo el día ahí, pero opté por pensar que se habían propuesto a disfrutar hasta el último segundo.

Me atrevo a decir que ese día era muy esperado para ellos. Noté que también algunos llevaban el pelo pintado de un azul llamativo y los trajes de baños combinados. Posiblemente llevaban planeando los atuendos por un tiempo para tomarse fotos memorables y fortalecer aún más su amistad. Los veo capaces de ser de los primeros que llegaron y de los últimos en irse para disfrutar el día al máximo. Quién sabe cuando se volverían a ver luego de ese día. Quizás hasta las próximas vacaciones una vez terminen la universidad y tengan más turnos juntos al comenzar nuevamente la temporada alta.

 


 

Un insecto se tiró desde la grama del parque hasta la pista donde mi tia y yo estábamos caminando, cuando pare para observar mi tía siguió, no queriendo interrumpir el ritmo que creamos durante la media hora que llevamos caminando. Me quedé sola con el insecto, trato de descifrar qué especie era y porque de todas las opciones que tuvo, se tiró a la pista donde alguien le podía matar ¿Estaba corriendo de algo? ¿Algo más peligroso que el suelo de un zapato? La crueldad de la noche nos aplica a todos, insecto y ser humano igual. No queriendo asustarla sigue caminando. Mire para arriba a darle saludos a la luna, pero hoy puede ver una cara en ella, como cuando uno saca imágenes de las nubes, tenía una expresión de tristeza profunda. Esto me puso a pensar, de todas las tragedias que han sucedido en la noche, la luna las vio todas, su luz solamente sirviendo como lentes para poder ver lo que no quería ver. Me vino la idea de escribir un poema desde el punto de vista de la luna, creando conexiones entre ella y nosotros. De cómo se siente ser testigo de tanto sufrimiento y sentirse como si no puedes hacer nada. De cuestionar si tu pura existencia es moral si resulta en tragedia. Porque lo que son desastres naturales y las olas matadoras para la luna, son violaciones de derechos humanos e inacción para nosotros. Todas siendo causado por la misma mano que lo lamenta. 


Quiero decir que lo estaba haciendo por sí mismo, pero puede que haya sido para probar algo. A alguien, al mundo, a quien lo vea. Para que se le notara en la cara y en la manera en la que pone un pie frente al otro, que era un hombre valiente. Por lo menos esa impresión me dio: que Obed tenía mucho miedo. Pero a pesar de todo, al fin y al cabo se atrevió.

Siempre llevaba en la mano una camarita para documentar su experiencia. Como para decir “¡Mírame! ¡Me tiré de un puente! ¡Lo logré y te lo puedo probar!” Era el único que llegó solo y aunque le ofrecimos ir primero, se notaba que le quedaba un poco de pánico. Primero fui yo, después mi amiga, y después hubo una pausa. Del grupo de tres, era el último que faltaba. Obed se quedó pegado a la orilla del puente con el arnés ya firmemente enganchado a la soga. No se atrevía a soltarse.

Desde abajo no se podía escuchar mucho de lo que decía, pero sus respiros eran profundos. Luego de varios minutos…

“¡AY CABRÓN!” gritó Obed al dejarse caer. Y eso mismo gritó las otras dos veces que brincó.

 


 

Mi palito de guayaba no es mío, ni yo de él, somos tan el uno del otro como familia. Sus ramas funcionan de oficina y las uso para conectar mi alma, lo natural y mi ser. Este es mi lugar. El paso de los años convirtió la música de la finca en la misma melodía melancólica citadina, donde el sonido de la fauna es opacado abruptamente. Noté el repetitivo ritmo: pájaros, viento en hojas, grito del vecino, carro pasando, el tronco vuelve a crujir; el perro de algún señor, descontrolado, y una guayaba que cayó casualmente. Pero abro mis ojos y veo monte. Gracias, Dios porque hoy me arropan montañas y hojas verdes que dan un poquito de privacidad. Pero dentro, las aves no se mueven igual que antes. Casi parecieran estar conscientes de algo; algún problema. Pues se ha notado la guardarraya más cerca a las guayabas, lo sé porque he visto. Se debe a la tala masiva de árboles por el nuevo vecino de cara, barriga y cartera gorda. A él no le preocupa, pues siempre ha trabajado en oficinas de madera muerta, y su fortuna es de papel. Ahora los pájaros viven en árboles sobrepoblados, matándose los unos a los otros en una batalla territorial. Es la historia que se vuelve a repetir; un mundo animal reflejado con el contexto de uno humano. Mostrando nuevamente la opresión de los poderes jerárquicos por culpa de las fallas en la estructura socioeconómica.

 


 

La plaza de Cayey estaba casi vacía cuando llegué. Llegaba un señor cargando una guitarra, acompañado de tres cuarentones más. El tenue sonido de El Gran Combo, que salía de una bocina, competía con los acordes que entonaba el señor. Imaginaba que aquellos amigos, seguramente talentos de la Casa de Música municipal, recién salían de un ensayo. El guitarrista terminaba sus ejercicios y preparaba su cancionero del día próximo; los demás se enfrascaban en un vacilón, para celebrar otra práctica bien hecha. El guitarrista terminó su canción y guardó su instrumento, para liberar su mano cervecera y unirse a la burla. Se cansó de competir con la bocina, imaginaba yo.

Mientras tanto, se reunía otro grupo de personas mayores, al lado de la alcaldía. Primero eran tres, vestidos con camisas idénticas. Luego se sumaban dos más, y luego cuatro, hasta que había una pequeña multitud en la esquina de la plaza. Di por sentado que eran miembros de una iglesia. Imaginaba que llegaban de alguna celebración o retiro espiritual. Algunos traían velas de bombillita, así que tampoco descarté un funeral. De súbito, veía que subían pancartas. ¡Qué horror! Eso era una protesta religiosa, según imaginaba con mucha certeza. Cuando investigué, observé que mi imaginación me fallaba. Se trataba de una comunidad que protestaba contra el desahucio de sus hogares. Imaginaba al alcalde aborrecido, esperando a que se largaran los ciudadanos, para poder salir.


FREAKS


Mirar el reloj. Ver la manecilla grande girar hasta llegar a las doce. Gritar llegaron las vacaciones. Correr a la camioneta familiar y trepar con cuidado. Esquivar los cocachos de los hermanos. Aguantar que digan marica, mariquita, maricón, maricueco, marinero, mariposa, mariposón, muerdealmohadas, soplanucas, meco, trolo, sopa, badea, puto, desviado, niña, choto, cueco, galleta, loca, hasta que se cansan. Levantar la cara y sentir el viento cambiar, hacerse más puro, más lindo. Oler el mar desde lejos y sonreír. Esquivar nuevos cocachos. Escuchar otra vez lo de por qué eres así, párate como hombre, qué es esa mano. Abrazar a la abuela. Comer el pescado recién muerto con el ojo aún brillante. Correr a la playa. Correr como un perro. Correr y correr con todo lo que dan las piernas. Lanzarse al agua. Dar grititos de alegría. Bañarse en la espuma. Sumergirse a lo más profundo. Aguantar la respiración tanto que parece que el aire ya no es necesario. Bajar y bajar. Tocar las estrellas de mar, los corales, las tortugas marinas que pastan como vaquitas acorazadas. Rogar por un rato más en el agua antes de volver a casa. Resignarse. Secarse. Comer. Hacer la siesta. Despertar colorado de sol y calor. Visitar el pueblo con su circo y su mercado. Entrar a una de las carpas y ver por primera vez al cabezón. Arrugar la nariz del espanto de la mierda. Cubrirse la boca con el pañuelo. Aguantar la náusea que sube el pescado sin digerir hasta el pecho y llena los ojos de lágrimas. Mirar al cabezón, mirarlo bien. Ser mirado por él. Preguntar qué le pasa a ese niño, por qué tienen a ese niño entre los chanchos y la porquería de los chanchos, dónde están los padres de ese niño. Agarrar la mano de mamá con miedo. Bajar los ojos ante la mirada del cabezón. Volver a subirlos para encontrarlo llorando, extendiendo los bracitos a la gente que lo mira. Controlar la arcada cuando un chancho primero olisquea al cabezón y luego se hace caca casi sobre él. Espantar las moscas y los moscardones. Escuchar a mamá decir pobrecito y a papá decir qué bestia y a los hermanos puto asco ese monstruo. Insistir que hay que ayudarlo, llamar a la policía, llevárselo de ahí. Gritar. Entender que nadie, ninguno de los adultos que mira con asco al cabezón y se tapa la nariz con la mano, va a hacer nada. Ocultar las lágrimas al ver que el cabezón, después de llorar y berrear, dormita con su pulgar mugriento metido en la boca. Rabiar por ser demasiado joven para meterse en la porqueriza, levantarlo en brazos, llevárselo primero a bañar y luego a comer. Negarse a irse. Recibir un golpe en el hombro de uno de los hermanos y un empujón del otro. Volver a escuchar durante todo el camino a casa la retahíla que empieza con marica. Soñar que los chanchos se comen al cabezón, que el cabezón muerto le grita que por qué no hizo nada para ayudarlo, que lo persigue por la playa apenas sostenido por esas piernas ridículas al lado del tamaño de su cabeza, un niño cangrejo. Despertar bañado en sudor y temblando. Esquivar a los hermanos que lanzan golpes y preguntan si la niña se asustó por una pesadilla. Verlos hacer una imitación de que lo que ellos creen que es una niña asustada. Callar. Levantarse al amanecer. Ayudar a la abuela con el desayuno. Recoger los huevos a pesar del vendaval de cacareos y plumas de las gallinas. Agradecer las monedas de la abuela. Desayunar mirando a cada uno de los miembros de la familia. Ver el pan desaparecer en segundos en las mandíbulas de sus hermanos. Ver la frente del papá, siempre tan llena de arrugas, detrás del periódico. Ver la forma tan triste con la que mamá sostiene la taza. Devolver la mirada a la abuela que sabe, que entiende, que le dice te quiero sin decir palabra. Correr al pueblo. Buscar al borracho que cuida la entrada del circo. Poner las monedas de la abuela en esa palma mugrienta. Temer a esa sonrisa negra y viciosa, a esa lengua que asoma, a esa mano rápida que lo quiere tocar. Entrar a la porqueriza donde duerme el cabezón. Espantar a los chanchos que se alejan gruñendo. Levantarlo en sus brazos. Sorprenderse de lo que poco que pesa. Acercarlo a su cuerpo. Sonreír. Huir del borracho que le grita que qué hace con el monstruo, que si le quiere hacer alguna cosa tiene que pagar más. Salir otra vez al sol con el cabezón en brazos como una madre orgullosa de su criatura. Alejarse del circo y del borracho que llama a gritos a los otros para que detengan al mariconcito que se está robando al cabezón. Correr hacia el acantilado susurrando que todo va a estar bien, que van a estar bien, que todo eso se va a acabar, lo feo, los chanchos, las miradas asqueadas de la gente, los coscorrones, el miedo. Llegar a la cima con la gente del circo pisándoles los talones, gritando qué haces, maricón estúpido. Mirar al cabezón que sonríe con su boca sin dientes y sus ojitos brillantes de pescado y que le dice sin hablar hermano, hermano. Lanzarse al mar. Sentir que durante la caída las piernas se juntan en una sola y que va creciendo, rápida y violenta, una cola que al chocar con el agua levanta una espuma iridiscente, cegadora de tan hermosa.



María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976)

Sacrificios humanos, 2021


Dos relatos de Elvira Liceaga (Ciudad de México, 1983)



Rocío

Yo sé que ella sabe que la observo. A pesar de que no se sienta con nosotros, me mira de reojo desde allá. Hace como que no, pero de pronto, gira la cabeza hacia el jardín, donde nos acomodan a todos los demás, y nuestras miradas se encuentran. Entonces yo volteo enseguida hacia otro lado.

Desde nuestra mesa puedo ver si está despierta o si se está quedando dormida en el sillón color café que sacan del estudio a la terraza. También le sacan una televisión y una mesa. Ella nos queda lejos, pero ahí está más cómoda, cerca del baño y cerca del que era su cuarto, por si se quiere subir a descansar a su cama, donde todavía hay muñecas, de las que se rompen, con las que no me dejan jugar. Pero al fin, que a mí ya no me gustan las muñecas.

La muchacha que la cuida está aquí. La muchacha no es mucho más grande que yo, pero nunca le interesa jugar con nosotros, que porque tiene que trabajar atendiendo a la “señorita” Rocío: que si se siente bien, que si necesita recostarse, que si es la hora de tomar sus medicinas, que si ha comido sus alimentos de la dieta, que la sal y que el azúcar —porque la tía Rocío no come el pozole ni los pasteles de carne que cocina la abuela—, que si tiene sed —siempre está tomando agua de un color verde asqueroso como de brócoli, con unas plantas que la hacen muy nutritiva—, que si no debe cargar nunca nada y que no le vayan a picar los mosquitos.

La tía Rocío se sienta con las piernas estiradas, con los pies cruzados sobre una pequeña silla roja de plástico en la que ya hace mucho ninguno de nosotros cabe. Medio tumbada, con las manos entrelazadas sobre su vientre enorme, recarga la cabeza sobre el respaldo del sillón mientras habla con el abuelo, el único que cada año se pasa un montón de tiempo con ella. El abuelo come con ella en ese rincón de la casa, en vez de comer en la mesa donde debería sentarse con la abuela. A lo mejor porque ahí con la tía Rocío puede ver la televisión.

Julián llega corriendo y se sienta a mi lado. Ya se despeinó, y si su mamá lo ve, lo va a regañar. Entre jadeos me dice que en estos días estuvo investigando y que ya sabe por qué la tía Rocío siempre está embarazada. Se limpia el sudor con la manga de la camisa y con la otra mano toma un puñado de cacahuates. Dice que él por fin descubrió lo que pasa y que lo que pasa es que ella tiene un bebé imaginario en la panza.

—¿Cómo que imaginario?

—O sea, que no existe, babas.

Veo los trozos de cacahuate entre sus dientes mientras me dice que la tía Rocío ha deseado con tantas fuerzas tener un bebé que su cuerpo se convenció de que ahí dentro hay uno. Le da un trago a su refresco y se limpia la boca con el mantel. Yo le copio, le doy un trago a mi vaso. Aprovecho porque en mi casa no nos dejan tomar refrescos. Me dice, además, que si yo también lo intento, que si me concentro con muchísimas ganas, lo dice cerrando los ojos y apretando las manos, yo también podría lograrlo.

Pero yo a Julián ya no le creo nada, porque él mismo me dijo una vez que no hay que creerse todo lo que te dicen. Y porque no soy tan tonta como él piensa.

—Claro que no —le respondo.

Aunque, mirando a la tía Rocío ver la televisión, pienso que podría ser que no esté realmente embarazada, sino que tal vez esté ensayando para cuando quiera tener hijos.

—Sí, lo juro —Julián besa su dedo pulgar—. Es un feto fantasma. ¿O qué creías, que la tía Rocío tiene un bebé atrapado en la panza desde hace tanto tiempo?

No sé qué decirle. No se me ocurre nada. Está esperando a que diga algo, pero no se me ocurre nada.

—Pues no —volteo los ojos a propósito.

Raúl me dice que no le haga caso a Julián, que la tía Rocío siempre está embarazada porque ése es su trabajo:

—Embarazarse por encargo para otras personas.

Raúl se ha quitado los zapatos y está sentado de indio sobre la silla, juega un videojuego, no me mira ni desvía la vista. Raúl es muy inteligente, porque puede jugar y hablar al mismo tiempo. Seguro que está ganando.

—¿Qué dices, Raúl? —le pregunto nerviosa.

Me explica que no es que la tía Rocío tenga un bebé de mentiritas dentro de ella, como dice Julián.

—¿Cuánto apuestas? —interrumpe Julián.

—Cincuenta pesos —por primera vez Raúl despega la vista del videojuego, pero para mirar a Julián.

—¡Va! —grita Julián.

Se dan la mano y Raúl vuelve a su videojuego. Y dice que la tía Rocío sí está embarazada de a de veras:

—A eso se dedica: hace y vende bebés. Los bebés se venden muy bien, ¿no lo sabían?

—¿Para familias que no pueden tener bebés? —le pregunto sonriendo, pero sin mostrar los dientes, para que no se dé cuenta de que estoy chimuela.

Raúl dice que sí con la cabeza, sin dejar de jugar.

No se lo digo, pero pienso que, entonces, yo también quiero dedicarme a hacer bebés cuando sea grande, para hacer felices a muchas familias que quieran tener uno, o quién sabe cuántos hijos. Yo podría hacer un montón de bebés, fabricarlos y cuidarlos adentro de mí. Yo seré muy buena haciendo bebés. Seré muy buena vendiendo hijos. Ya está: cuando sea grande, voy a trabajar en eso, que mi vientre, como el de la tía Rocío, sea un hotel donde bebés extraños van a crecer. Los voy a cuidar muy bien. Voy a trabajar en mi casa y no en una oficina como mis papás. Y no tendré que levantarme temprano. Y además, voy a recibir muchos regalos. Y voy a pasarme los días sentada o acostada viendo la televisión.

—Qué buena idea —le digo a Raúl—. Me gusta ese trabajo.

Raúl me sugiere ir con la tía Rocío para que le pregunte si quiere enseñarme a hacer bebés, y así yo también pueda venderlos cuando sea grande.

—¿Le pregunto, Raúl?

—Pregúntale.

La tía Rocío está despierta. La trenza rubia le cuelga por el respaldo del sillón. La muchacha que la cuida le acerca una charola con una jarra con agua amarilla y un plato con zanahorias. No hay personas por ahí. La tía Rocío no parece muy ocupada salvo por revisar algo en su teléfono.

Nada más me levanto, Raúl por fin me mira. Hago como que no me doy cuenta y me estiro el vestido por delante y por detrás para asegurarme de que los holanes no se me queden atrapados en el resorte de los calzones. Allá voy hacia la tía Rocío. Mientras me alejo de la mesa pienso en que debería voltear para ver si Raúl está mirándome, pero no, mejor no. Cruzo el jardín entre las mesas circulares con todas esas personas platicando y tomando. Voy mirando hacia el pasto para no tener que saludar a alguien que diga que me conoce, un desconocido que me llame por mi nombre, me pregunte si me acuerdo de quién es y se sorprenda de lo grande que estoy. No sé cuántos son desconocidos que nunca había visto. Subo los escalones hacia la puerta de la casa y cuando ya estoy casi al lado de la tía Rocío, me quedo de pie junto al sillón. Me doy cuenta de que no pensé en qué palabras usar. No ensayé ninguna frase. Ella me está mirando con las cejas alzadas.

—Hola —lo dice suavecito, cantado, como si yo fuera una niña de kínder.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Las risas de Julián y Raúl se escuchan hasta acá.

—No les hagas caso —me invita a sentarme con ella señalando un banco al lado de su sillón.

Pone el teléfono sobre sus piernas y me sirve un poco de agua de la jarra. Me dice que llevo un vestido muy bonito. Y pienso que todo el pleito de la mañana con mi mamá por bañarme y ponerme este vestido, que yo pensaba que era feísimo, y todos esos jaloneos de pelo, valieron la pena, aunque mi mamá haya ganado. Le explico que siempre me dejan ponerme la ropa que yo quiero, pero hoy mi mamá me obligó a ponerme este vestido porque este año nos van a tomar una foto a toda la familia.

—¿Tú también vas a salir en la foto? —le pregunto, aunque es una pregunta tonta porque mi mamá dijo “toda la familia”.

—Creo que yo no voy a salir en la foto —me dice mientras se mira las uñas de las manos.

Las tiene pintadas de un rojo parecido al color con el que se pintó los labios. Sus dedos son pequeños, casi tengo ganas de comparar nuestras manos porque, en una de ésas, las mías son tan grandes como las de ella. Desde aquí, su pelo se ve más oscuro y ella se ve más pálida. Parecía más chica desde mi mesa.

No se lo digo, pero pienso que ella también debería salir en la foto, porque ese vestido que lleva, como camisón, es también muy bonito, y para que en la foto salga su panza, pero sobre todo porque es de la familia.

—¿No te caen bien los demás? ¿Por eso te sientas aquí solita?

—Los demás no quieren que yo me siente con ellos.

—¿Por?

—Están enojados conmigo.

—Yo no.

Las dos miramos hacia la televisión. La tía Rocío está viendo una serie de un castillo. No alcanzo a oír qué dicen los actores, ni a leer a tiempo las letritas.

—Raúl me dijo que haces bebés para venderlos —me hinco de rodillas y pongo mi mano sobre su vientre inflado.

—¿Ah, sí? —aprieta una sonrisa—. ¿Eso te dijo Raúl?

La tía Rocío me acaricia el cabello, espero que no me arruine el peinado. Cuando se inclina hacia mí, la cruz de oro que cuelga sobre su pecho me cae en la frente. Nos miramos. Me observa con una mirada de exploradora, como si estuviera buscando algo raro en mi cara.

Escucho mi nombre. Es mi mamá, que siempre me está interrumpiendo y ahora seguro quiere presentarme con alguien. “Ésta es mi hija”, le encanta decir, le encanta colocarme al frente y avergonzarme. Con lo mucho que le he dicho que odio que haga eso.

—¿Qué haces ahí? —mi mamá siempre me está interrumpiendo—. ¡Ven!

—Hazle caso —la tía Rocío mueve la cabeza en dirección a mi mamá, sin mirarla.

Mi mamá espera en el jardín con las manos en la cintura. No puedo ver si está muy enojada porque lleva lentes oscuros, pero si voy ahora mismo no me va a regañar.

Pongo mi mano otra vez en la panza de la tía Rocío. No siento ningún pataleo.

—Adiós, bebé.

La tía Rocío sonríe un poquito más de lo que había sonreído antes. Y corro hacia mi mamá.

 

 

Raquel

 

Quedan tres mujeres en la casa del patrón. Las tres están en la sala. La menor y la de en medio están acostadas en posición fetal en el sillón largo. Los dedos de los pies de una tocan ligeramente la cabeza de la otra. La mayor está tumbada en otro sillón, individual, también floreado. En el terreno a dos casas de distancia, un hombre robusto monta un instrumento que perfora el piso. La de en medio llegó la noche anterior. La menor tuvo celos de la de en medio, porque, traicionera, se escapó hace muchos años y en sus cartas describía una ciudad pacífica rodeada de agua. La mayor se ha dedicado a cuidar de la menor, quien algunas veces sueña que viaja en un avión descompuesto que se cae en pleno vuelo; su cuerpo, entonces, convulsiona durante un par de minutos hasta que el mal la abandona, su cuerpo se equilibra y continúa durmiendo como si nada, y al rato tararea, como bendecida, música clásica que a las pocas horas vuelve a perderse en la oscuridad de su memoria. La de en medio lleva un fajo de dinero escondido en los bolsillos de su falda. La mayor fue la primera en llegar. Tuve la pesadilla, dice la menor, una vez despierta. Cuando la mayor no alquila su vientre, se alimenta de vodka y cigarros, sin filtro, de los más baratos. La de en medio aprendió a comunicarse en inglés a pesar de llorar en español. Trac-trac-trac-trac-trac-trac, un hombre perfora el piso fuera. La menor bosteza. La mayor estuvo enamorada de un hombre andaluz con el que tuvo dos hijas, quien se las llevó. La de en medio también fuma. La comida es para la menor, a quien, de muy chica, el doctor extrajo las neuronas que contraen el cuerpo cuando tiene la pesadilla, pero aún tiene la pesadilla. El último trabajo que tuvo la de en medio en el otro lado fue alimentar a las serpientes de un zoológico situado en lo alto de un bosque, a donde iba la burguesía a hacer camping. La menor se acurruca. Depositaba conejos vivos en un cajón de metal mientras las serpientes lamían intermitentemente la ventana que las separaba de ella. La mayor cruzó el mar para encontrar sin éxito al andaluz. Cuando el doctor le tocaba con un aparato un punto de la cabeza, la menor recordaba con escalofríos, como si lo hubiese vivido unos minutos antes, la primera vez que entró al túnel. El reloj de la sala anuncia las once horas. Un conejo por la mañana. El día que entró al túnel, la madre llevó a la menor a una heladería con taburetes acolchonados y paredes pintadas color menta, le concedió dos bolas de helado en un cono, una de uva, otra de limón; el dependiente dejó caer chocolate caliente, que al contacto con el helado se endureció, y después una lluvia de chispas de colores esparcidas por arriba. La mayor tiene los brazos cruzados sobre el pecho, cada una de sus manos cubre un seno para no perderse lo que le queda de mujer. ¿Qué crees que vamos a hacer hoy, Raquel?, preguntó la madre a la menor. Irían a un lugar donde unos hombres y mujeres vestidos de blanco la invitarían a entrar en un juego mecánico que se llama el túnel. En Andalucía las personas hablaban diferente: gritaban y arrimaban una palabra tras otra a una velocidad asfixiante. Un conejo por la noche. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, retumba en el cerebro de la menor. El túnel era un lugar como del futuro, dentro del cual la menor jugaba acostada a las estatuas de marfil, la madre cuidaba de su ropa, sus zapatos y la bolsa con todos sus cosméticos de plástico, mientras la menor, vestida con una bata de gasa, cantaba en silencio: Uno, dos y tres así. Un conejo por la mañana. La mayor preguntaba por sus hijas en una y otra oficina atendida por hombres con bigote y uniformados. La de en medio soñaba de vez en cuando con incontables serpientes amarillas que alfombraban su habitación y trepaban a su cama hasta cobijarla. Cuando el doctor le tocaba, con el mismo aparato, otro punto de la cabeza, la menor recordaba la música sin palabras que su abuelo escuchaba en el radio, un programa conducido por dos voces ancianas; el abuelo, alto, delgado y sin pelo, se desplomaba todas las tardes a la misma hora en un sillón reclinable de cuero café, sólo abría los ojos para beber de un vaso de cristal un líquido que parecía miel. Si acaso no había conejos en el criadero, la de en medio robaba ratones de la sección de roedores. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, vibran las grietas de la casa. Una vez, la de en medio robó gatitos recién nacidos de la casa de los cuidadores; los cuidadores trataban a la de en medio como a una intrusa, con su piel oscura e incorregible, sus dioses improbables e idioma incomprensible; los ojos claros la rechazaban sin mirarla. El cuerpo de la menor tiembla. La de en medio siente el movimiento del cuerpo de la menor. El avión atraviesa el cielo volando bajo, muy cerca de la ciudad. La de en medio se levanta, la mayor también. La mayor y la de en medio vigilan la convulsión de la menor y esperan. Se escucha el silencio de Dios. Las manos de la mayor aprietan sus senos malgastados. Las manos de la de en medio, trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, quisiera saber cuánto tiempo pasará antes de que se le acabe la salud a la menor. ¿Por qué regresaste?, susurra la mayor a la de en medio. La de en medio recuerda sus días en la escuela gringa; algunas veces las niñas del salón de clases fingían que no existía; esas veces pasaba el recreo en el baño. Los senos de la mayor gotean leche. Su compañera de pupitre le escribía mensajes a la de en medio en papeles que arrancaba de su cuaderno. Un día la mayor vio pasar a sus dos hijas caminando por la calle, tomadas de la mano de otra mujer, una mujer hermosa y joven. Un gatito por la mañana. La mujer hermosa llevaba lentos oscuros, las hijas también. La compañera de pupitre citaba a la de en medio en el baño, en el último de los excusados. Las hijas llevaban vestidos bordados iguales, parecían hijas de revista. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, una fuerza oculta sacude a la menor. La mayor vagó por las calles desconocidas, en los barrios estrechos, en las ciudades árabes, en países al otro lado del océano. La de en medio levantaba la mano para ir al baño. Una pareja de gitanos adoptó a la mayor, le dio comer patatas y agua, a cambio de que pasara los días cosiendo cortinas y manteles para vender. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, se cae el avión. Después de unos minutos, la compañera de pupitre hacía lo mismo; la primera en llegar al baño se subía al excusado para que pareciera desocupado, la segunda en llegar cerraba con seguro; la compañera bajaba los pantalones de la de en medio y metía su mano dentro del calzón. En las bancas de una antigua plaza de piedra, la mayor aprendió a zurcir para despedirse, para remendar con hilos de algodón el paisaje rasgado. El cuerpo de la menor se aquieta. No le puedes decir a nadie, le decía la compañera a la de en medio. La menor ha meado la pijama; tendrá que bañarse porque un hombre la ha reservado para esta noche. La de en medio no sabe qué responder cuando la mayor le pregunta por qué regresó. La menor parpadea hasta abrir los ojos. La mayor se consuela a ratos pensando que las confundió, que aquellas eran hijas ajenas. Tuve la pesadilla, pero esta vez en blanco y negro, dice la menor.

 


Tomado de Carolina y otras despedidas (Caballo de Troya 2018)

 

 

 

 

 

Del momento que la convirtió para siempre en una lectora


«Mi padrastro maneja una combi Volkswagen, mi mamá va de copiloto. Han adaptado la parte trasera del auto como una gran superficie con acolchado, una especie de cama doble o triple en la que vamos sentadas, acostadas, echadas, patas para arriba, acurrucadas, como queramos, mi hermana y yo. Jugamos a las cartas, leemos historietas, miramos cómo el paisaje desértico del norte de Chile empieza a colarse por las ventanitas, contamos chistes. En algún momento mi hermana se duerme. De aburrida -es un tiempo en que aún existe el aburrimiento- me pongo a hurguetear los libros que hay dentro de un bolso. No sé si son de mi mamá o de mi padrastro. Me quedo con uno por su título: Patas de perro. Por su portada también: unos dedos animalescos, a ras de suelo, sostienen dos patas delgadas que se interrumpen a la altura de lo que podrían ser las rodillas de un niño con un pantalón corto. No vemos lo que sigue hacia arriba. Esa frontera entre lo humano y lo animal, ese desierto que se abre allá afuera, ese silencio adentro de esta cápsula familiar, me hacen sentir que es aquí y en ninguna otra parte donde quiero estar. Aquí, abducida por las primeras páginas de un libro que comienza así: “Escribo para olvidar”. Leo para acompañar ese olvido, leo para seguir los pasos del niño con patas de perro, leo porque necesito ir detrás de las vidas de Bobi y Carlos, leo porque no hay tranquilidad en estas páginas y, aunque no sé si estoy entendiendo a mis trece años lo que hay dentro de lo que leo, esa sola experiencia me sacude y me conmueve y me enseña algo que entonces no sé nombrar.»  

Alejandra Costamagna (Santiago de Chile, 1970)
Tomado de Eterna Cadencia

Consejos para quienes empiezan


ARBITRARIA

No tienen por qué saberlo: soy periodista y, a veces, otros periodistas me llaman para conversar. Y, a veces, me preguntan si podría dar algún consejo para colegas que recién empiezan. Y yo, cada vez, me siento tentada de citar la primera frase de un relato de la escritora estadounidense Lorrie Moore, llamado «Cómo convertirse en escritora», incluido en su libro Autoayuda: «Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra jardinera. Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven – digamos, a los catorce.» Pero no lo hago porque no es eso lo que verdaderamente pienso y porque, en el fondo, dar consejos es oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo: no, ninguno, nada.

Pero hoy es abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que, si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expónganse a chorros de emoción ajena.

Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.

Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.

Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples, pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar «casa».

Tengan paciencia porque todo está ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada.

Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca.

Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop.**

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.

Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan. Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos. Resístanse al deseo de olvidar.

Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.

Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.

Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón.

Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya:

«Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas.»

Vivan en una ciudad enorme.

No se lastimen.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

 

Leila Guerriero, Revista Sábado, El Mercurio, Chile, abril de 2011.

** Para leer algo de Elizabeth Bishop, traducido al español, pulse aquí.


La realidad por sorpresa

Leila Guerriero

Hay una frase del escritor argentino Fabián Casas: “La técnica que sirve para vivir, sirve para escribir”. Él se refiere a la técnica del karate, una disciplina que practica. Pienso en la inteligencia artificial como máquina creadora. En los grandes libros se percibe, más allá de la trama, una huella invisible, un espesor constituido por el pasado de quien escribe, por lo pensado y lo vivido. Me pregunto si la IA, que trabaja en puro presente, podría construir ese espesor. Leo una obra reciente del psicoanalista argentino José Luis Juresa que ronda una pregunta difícil: “¿Cuál es la razón por la que la fe en las palabras resulta ser eficaz para aliviar el padecimiento?”. En este libro escribe que un analista “escucha a nivel de la infancia y no se distrae en correcciones actitudinales, como si fuera un educador que posee la vara de la adultez. No hay consuelo para el deseo”; y que “Si el corazón es literalmente el corazón, sobreviene el infarto; en cambio, si el corazón es un vacío en el que se alojan corazones rotos, sentimientos desbordados, alegrías, tristezas, nostalgias y dolores, lo que sobreviene es la vida. Hay que vaciar de “órgano” al corazón para que allí sobrevenga la vida. Eso es un análisis”. El libro se titula La realidad por sorpresa (Paidós, 2024) y en él se siente ese espesor del que hablaba al principio: la prosa se acompasa al ritmo de un pensamiento que, después de haber asimilado un saber complejo durante años, elige rumiar. Avanza pero piensa mejor, vuelve a decir, depone la certidumbre, construye metáforas extraordinarias para alcanzar expresiones más plenas, coloca al analista en el lugar de un gran lector y no en el de quien detenta el poder de saberlo todo. Sus 234 páginas son el gesto emocionante de alguien que no sólo sabe sino que va más allá: sabe no saber. Solamente el autor conoce su técnica ―el karate de su vida― pero en este caso parece estar hecha, en gran parte, de profunda humanidad. De un espesor que no da la máquina.

Publicado en El País, 5 de abril de 2024

Más sobre el conflicto

Isabel Calvo, "El conflicto y el cambio"


El cuento se ocupa de una historia pequeña narrada en detalle y no suelen caber en el género los grandes conflictos, que precisarían una mayor extensión para su correcto desarrollo. Lo habitual es que no se trabaje con el centro de estos grandes temas (la muerte, el amor, la familia), sino con pequeñas fuerzas que se hallan en la periferia, donde lo que es menos termina siendo más por su importancia para el protagonista. Lo que da valor a la anécdota es su significado para el personaje, su dimensión mayor, su sentido.

[...]
Un buen relato es como una cuidadosa lupa que toma nota del detalle o del pequeño gesto, de tal manera que en esas pequeñas anécdotas y detalles aparezcan reflejos y resonancias de asuntos más grandes.


Fragmento de Escribir cuento: Manual para cuentistas de Escuela de Escritores. Páginas de Espuma, 2020.

SOBRE EL «TEMA»



En una concepción tradicional, basada fundamentalmente en el análisis de los contenidos de un texto, se entiende por tema la idea central en torno a la que gira un poema, relato u obra dramática: por ejemplo, la idea del desengaño sería tema central en una serie de obras del Barroco. Otros temas básicos serían el amor, los celos, la caducidad del tiempo, la muerte etc.


En literatura comparada se aplica dicho término para designar determinados, mitos, ideas o motivos que reaparecen en diversas culturas: el tema del cainismo, del descenso a los infiernos, el mito de Prometeo, etc. 

[...]


En todo texto hay un contenido temático articulado en una indisociable interacción de forma y sentido. Este contenido se manifiesta en un conjunto de unidades menores a las que se denomina motivos: «Los motivos, combinándose entre sí, forman la estructura de la obra» (Tomachevski). De la red de motivos recurrentes en el texto, se podría deducir el tema clave, que cumpliría la función de principio organizador de ese conjunto de motivos jerárquicamente estructurados. En este sentido, el tema es lo que posibilita la coherencia interna de una obra en su rica complejidad. 


Tomado de Demetrio Estébanez Calderón, Diccionario de términos literarios

 

Para pensar en el CONFLICTO

Las palabras «conflicto» y «crisis» no siempre significan que el personaje principal deba hacer frente a cuestiones de vida o muerte. De hecho, en muchas de las grandes historias de la literatura universal no hallamos demasiada acción en términos objetivos: pero toda obra de calidad contiene una resistencia y un momento de revelación, y si no se es capaz de transmitir de manera interesante el sufrimiento del personaje, no despertará ni la atención ni la compasión del lector.

Ayudémonos con un sencillo cuestionario para determinar nuestros momentos de conflicto, crisis y resolución:

·       ¿Tienes claro cuál es el conflicto principal que deseas transmitir?

·      ¿Es un tipo de conflicto que desafía al protagonista, a otros personajes, a una comunidad, al narrador, o el estilo de la obra es un desafío en sí mismo?

·      ¿Crees que el conflicto suscita simpatía hacia el protagonista? ¿El/La lector/a se «pone de su parte»?

·      ¿El conflicto principal conduce a un momento álgido de crisis, o es un conflicto irresoluble y, por lo tanto, no conduce a ninguna parte?

·      ¿Crees que el momento de crisis tendrá un gran impacto en quien lea?

·      ¿Esa crisis plantea al/a protagonista una situación en la que puede perderlo o ganarlo todo?

·      ¿Consideras que la resolución a esa crisis plantea un final justo y coherente con el resto de la historia?

·      ¿La resolución responde a las preguntas que se realiza todo/a lector/a acerca del/a protagonista y su evolución?

·      ¿Crees que la resolución de tu historia dejará pensativos a tus lectore/as? 

[...]

También ayuda pensar en términos de objetivo y obstáculo. Puedes considerar el objetivo de un protagonista como una fuerza irresistible de tu historia, y el obstáculo como un objeto inamovible al que debe enfrentarse. Cuando estos dos elementos confluyen, la reacción es explosiva. [...]

No puede existir un momento dramático sin un roce de energías diametralmente opuestas que conforman el conflicto de tu historia. Y sin dramatismo, muchos lectores pierden el interés por seguir leyendo. Incluso la escritura más pausada y lírica se queda desnuda sin las fuerzas en liza del objetivo y el obstáculo. Resultan aún más elementales que las figuras del protagonista y el antagonista, porque el objetivo y el obstáculo se refieren a cualquier tipo de fuerza (física, emocional o psicológica) que mantiene vivo el motor del conflicto.

Estos dos elementos [objetivo y obstáculo] conforman una especie de balancín, y funcionan mejor cuando los dos tienen el mismo peso dentro de la historia, pero se sitúan en polos opuestos del arco del conflicto. Si uno de los dos es demasiado fuerte o débil, el desenlace se anticipará a mitad de camino, y el lector perderá interés.

El argumento de una historia es altamente convincente cuando la tensión narrativa se transmite con claridad, por lo tanto, hay que evitar las escenas que generen conflictos abiertamente ambiguos, es decir, donde no se sepa qué tipo de obstáculo o enfrentamiento se plantea, cuáles son los personajes implicados, o qué se necesita (o debe averiguarse) para resolverlo. Algunos escritores pretenden crear ambigüedad para añadir interés a su relato, aunque aquí hay que ser más cuidadosos: la incertidumbre y la duda deben referirse a las distintas interpretaciones a las que puede dar pie una situación. Pero esa falta de claridad nunca puede ser a costa de la intencionalidad del conflicto: la tensión argumental y de los personajes debe ser evidentes para el lector. [...] 

Un error común a la hora de reflexionar sobre nuestro conflicto de base y la mayor forma de desarrollarlo es pensar en conflictos poco creíbles o tópicos. Otros errores habituales son presentar varios conflictos menores que diluyen el momento álgido de tensión, presentar ese clímax demasiado tarde o temprano, o que su resolución no guarde la cohesión causa-efecto con los antecedentes que llevan a este desenlace. 

[...]

Tipología del conflicto:

·      ¿Qué personajes o personajes se oponen al protagonista en la persecución de sus mismos objetivos? Recordemos dos reglas de oro: toda tensión alberga un objetivo y obstáculo; ambos tienen el mismo peso dentro de la historia pero se sitúan en polos opuestos.

·      ¿A qué fuerzas de la naturaleza o del destino - fuerzas fuera de su control - se enfrenta el protagonista, si es que hay alguna?

·      ¿A qué fuerzas sociales se enfrenta el protagonista, si es el caso?

·      ¿A qué obstáculos personales debe hacer frente?

·      Pueden referirse a una tensión psicológica consigo mismo o intrapersonal.

·      ¿Cuál de las dos fuerzas en oposición prevalece en los esfuerzos del protagonista por alcanzar su objetivo?

La respuesta a esta última pregunta te aportará la clave del tipo de conflicto central que tienes en mente.

 

Tomado de: Carme Font, Cómo diseñar el conflicto narrativo. Claves para comprender y encauzar la tensión literaria.  Alba, 2009.  36-41