Consejos para quienes empiezan


ARBITRARIA

No tienen por qué saberlo: soy periodista y, a veces, otros periodistas me llaman para conversar. Y, a veces, me preguntan si podría dar algún consejo para colegas que recién empiezan. Y yo, cada vez, me siento tentada de citar la primera frase de un relato de la escritora estadounidense Lorrie Moore, llamado «Cómo convertirse en escritora», incluido en su libro Autoayuda: «Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra jardinera. Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven – digamos, a los catorce.» Pero no lo hago porque no es eso lo que verdaderamente pienso y porque, en el fondo, dar consejos es oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo: no, ninguno, nada.

Pero hoy es abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que, si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expónganse a chorros de emoción ajena.

Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.

Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.

Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples, pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar «casa».

Tengan paciencia porque todo está ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada.

Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca.

Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop.

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.

Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan. Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos. Resístanse al deseo de olvidar.

Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.

Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.

Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón.

Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya:

«Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas.»

Vivan en una ciudad enorme.

No se lastimen.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

 

Leila Guerriero, Revista Sábado, El Mercurio, Chile, abril de 2011.


Dialogismo, intertextualidad, intratextualidad

Dialogismo:  Figura retórica consistente en la enunciación, por parte del hablante, de un pensamiento o reflexión interior expuestos en forma de diálogo consigo mismo. También se aplica dicho término a la reproducción de un discurso real o imaginado que un personaje atribuye a otro y, como tal, recrea ante el lector. .... Los términos "dialogismo" y "polifonía" han sido utilizados por M. Bajtin, en sus estudios sobre Rabelais y Dostoievsky, para aludir a la mezcla de voces y diversos tipos socioculturales de discurso (diferentes estilos y sociolectos) que conviven y se interfieren en una obra literaria.Los fenómenos de desdoblamiento, convergencia o diferencias entre las voces del autor, narradores y personajes presentes en un relato confieren ese carácter polifónico y dialógico al texto literario que, como hecho de lengua, constituye una «opinión pluridiscursiva sobre el mundo» (M. Bajtin, 1978). 
Intertextualidad: Término utilizado por una serie de críticos (J. Kristeva, A. J. Greimas, R. Barthes, G. Genette, J. Ricardou, L. Dällenbach, etc) para referirse al hecho de la presencia, en un determinado texto, de expresiones, temas y rasgos estructurales, estilísticos, de género, etc., procedentes de otros textos, y que han sido incorporados a dicho texto en forma de citas, alusiones, imitaciones o recreaciones paródicas, etc. Kristeva concibe la escritura como una «lectura de un corpus literario anterior», y el texto literario como «absorción y réplica» de textos previos, de los que sería, al mismo tiempo, reminiscencia y transformación. Entre los diversos tipos de posible relación intertextual señalados por la crítica, figuran la denominada intertextualidad general (que se produce entre textos de diversos autores), la restringida (entre textos de un mismo autor) y la llamada intertextualidad interna o autotextualidad, que es la relación de un texto consigo mismo, es decir, la «reduplicación interna que desdobla el relato, todo o parte, bajo su dimensión literal - la del texto entendido estritamente - o referencial, de la ficción» (L. Dällenbach, 1976).
Intratextualidad: Se dice de la relación que se establece entre los componentes de un texto por el hecho de formar parte de un sistema integrado de signos, cuya función y valor significativo dependen de su mutua interrelación. Esta relación intratextual se manifiesta en una serie de recurrencias fónicas (aliteración), métricas (rima), temáticas (leitmotiv), etc., de paralelismos, isotopías, correferencias, complementariedad de funciones (p. e., la función de "relleno" de las catálisis respectos de los núcleos en la estructura del relato), etc. 
[Tomado de:  D. Estébanez Calderón, Diccionario de términos literarios.  Madrid:  Alianza, 1999.]


MUJERES DESESPERADAS

   Al asomarse a la ruta, Felicidad comprende su destino. Él no la ha esperado y, como si el pasado fuese tangible, ella cree ver en el horizonte el débil reflejo rojizo de las luces traseras del auto. En la oscuridad llana del campo sólo hay desilusión y un vestido de novia, y un baño en el que no debió haber tardado tanto.
   Sentada sobre una piedra junto a la puerta, quita del bordado del vestido los granitos de arroz. No llora todavía, sino que, absorta en un shock de abandono, corrige los pliegues del vestido, analiza sus uñas, y contempla, como quien espera el regreso, la ruta por la que él se ha alejado.
   —No vuelven —dice Nené, y Felicidad grita espantada por el susto —La ruta es una mierda.
   La mujer está detrás de ella y enciende un cigarrillo.
   —Una mierda, de lo peor.
   Felicidad logra controlarse y entre los restos del temblor se reacomoda los breteles.
   —¿El primero? —pregunta Nené y espera sin aprecio que el coraje de Felicidad le permita dejar de temblar para mirarla —. Te pregunto si el tipo es tu primer marido.
   Felicidad logra una sonrisa forzada. Descubre en Nené el rostro viejo y amargo de una mujer que de seguro ha sido mucho más hermosa que ella. Entre las marcas de una vejez prematura se conservan los ojos claros y unos labios de perfectas dimensiones.
   —Sí, el primero —dice Felicidad con esa timidez que lleva el sonido hacia adentro.
   Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
   —¿Y qué? ¿Vas a esperarlo? —pregunta Nené.
   Felicidad mira la ruta, el lado por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se a responder.
   —Mirá —dice Nené—, te la hago corta porque esto no da para más. —Nené pisa el cigarrillo enfatizando las frases—: se cansan de esperar y te dejan, parece que esperar los deja agotados.
   Felicidad sigue con cuidado el movimiento repetitivo de un nuevo cigarrillo que la mujer se acerca a la boca, del humo que se mezcla en la oscuridad, de los labios que otra vez aprietan el cigarrillo.
—Así que ellas lloran y los esperan… —continúa Nené—, y los esperan… Y sobre todo lo demás, y durante todo el tiempo: lloran, lloran y lloran.
   Felicidad deja de seguir el recorrido del cigarrillo. Cuando más necesita apoyo, cuando solo otra mujer podría entender lo que ella siente junto a un baño de damas, en la ruta, tras haber sido firmemente abandonada por su reciente esposo, sólo tiene a esa mujer arrogante que antes le hablaba y ahora le grita.
—¡Y siguen llorando y llorando durante cada hora, cada minuto de todas las malditas noches!
   Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas.
   —Y meta llorar y llorar… Y le voy a decir algo. Esto se acaba. Estamos cansadas, agotadas, de escuchar sus estúpidas desgracias. Nosotras, señorita… ¿cómo dijo que se llamaba?
   Felicidad quiere decir Felicidad, pero sabe que cualquier cosa que diga solo la conducirá al llanto.
   —Hola… ¿Se llamaba…?
   Entonces el llanto es incontenible.
   —Fe, li… —Felicidad trata de controlarse, y aunque no lo logra resuelve la frase—:… cidad.
   —Bueno Feli-cidad, nosotras no podemos seguir soportando esta situación, esto se acaba, ya es insostenible.
   Tras una gran aspiración el llanto vuelve a expandirse y humedece el rostro de Felicidad, que tiembla al respirar y niega con la cabeza.
   —No lo puedo creer, que… —Felicidad respira—, que él, que me haya…
   Nené se incorpora. Estampa en la pared del baño el cigarrillo que aún no ha terminado, mira con desprecio a Felicidad y se aleja.
   —¡Desconsiderada! —le grita Felicidad. 
   Pero unos segundos después, cuando entiende que se quedará sola, Felicidad la alcanza campo adentro.
   —Espere… No se vaya, entienda…
   Nené se detiene y la mira.
   —Cállese —dice Nené y enciende otro cigarrillo—. Cállese, le digo, y escuche.
   Felicidad deja de llorar y traga lo que podrían ser los comienzos de nuevos brotes de pena. Hay un momento de silencio en el que Nené no siente alivio sino que, aún más afligida y nerviosa que antes, dice:
   —Bueno, ahora escuche. ¿Lo siente? —Nené mira hacia el campo negro.
   Felicidad hace silencio y se concentra, pero no logra escuchar nada. Nené niega con reprobación.
   —Es que lloró demasiado, tiene que esperar a que se le acostumbre el oído. 
   Felicidad mira hacia el campo y tuerce un poco la cabeza. 
   —Lloran… —dice Felicidad, en voz baja y casi con vergüenza.
   —Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! —Nené señala su rostro—: ¿No me ves la cara? ¿Cuándo dormimos? ¡Nunca! Lo único que hacemos es oírlas todas las malditas noches. Y no lo vamos a soportar más, ¿se entiende?
   Felicidad la mira asustada. En el campo, voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten los nombres de sus maridos.
   —¡Y todas lloran! —dice Nené.
   Entonces las voces gritan:
   —Psicótica.
   —Desgraciada, insensible.
   Y otras se suman:
   —Déjanos llorar, histérica.
   Nené mira furiosa hacia todos lados, grita al campo:
  —¿Y qué hay de nosotras, mariconas…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que escuchar sus estúpidas penitas todas las malditas noches?, ¿eh?, ¿qué hay?
   Hay un silencio en el que Felicidad mira con espanto a Nené.
   —¡Tomate un calmante! ¡Loca!
   Aunque están campo adentro ven que en la ruta, a su altura, una luz blanca se detiene frente al baño. Todo sucede muy rápido. Una figura baja del coche y entra a la casillita.
   —Otra —dice Nené, y como si este episodio fuese el último que puede soportar, se deja caer en el campo, agotada. 
   —¿Otra? —pregunta Felicidad—. ¿Otra mujer? ¿La van a abandonar? Por ahí la espera…
   Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez menos amistosos.
   —¡Vení, turrita! A ver cómo venís y das la cara.
   —Vení ahora que no estás con tus amiguitas rebeldes.
   —¡Insípida!
   Felicidad toma la mano de Nené y trata de levantarla, señala hacia el baño.
   —¡Hay que hacer algo! ¡Hay que avisarle a esa pobre mujer! —dice Felicidad.
   Pero después se detiene y permanece en silencio, porque Felicidad ha visto el reflejo de su penoso pasado reciente: el auto que se aleja sin que la mujer que ha bajado haya tenido oportunidad de volver a subir, y las luces, antes blancas y brillantes, se pierden hacia el otro lado, rojizas.
   —Se fue —dice Felicidad—, se fue sin ella. 
   Como antes lo hizo Nené, deja que su cuerpo se desplome en el piso. 
   —Siempre es así, querida —Nené palmea la mano de Felicidad—. Es inevitable. En la ruta al menos… siempre.
   —Pero… —dice Felicidad.
   —Siempre —dice Nené.
   —¿Dónde estás, turra? ¡Hablá!
   Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya.
   —¡Infeliz!
   —¡Vieja fea!
   —¡Déjenla en paz! —dice Felicidad. 
   Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
   —Ay, qué miedo —dice una de las voces—. Así que ahora tenés compañerita…
   —Yo no soy compañerita de nadie —dice Felicidad—, sólo trato de ayudar.
   —Ay… Sólo trata de ayudar.
   —¡Cállense! —dice Nené.
   —¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
   —¡Porque es una morsa flaca!
   —No, la dejaron porque… —se ríen—, porque mientras ella se probaba su vestidito de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito.
   Las risas se escuchan más cerca, tapan ya completamente los llantos. Desde el baño, una figura avanza hacia Nené y Felicidad a paso lento.
   —Miren, ahí viene otra. ¡Turra!
   A medida que la figura se acerca descubren el rostro de una vieja. Cada tanto, se detiene y contempla la ruta. Vestida en tonos dorados, deja ver en su escote el sensual encaje negro de una prenda interior. Ya cerca, antes de que pueda preguntar algo, Felicidad se adelanta:
   —Siempre, en la ruta siempre, abuela.
   Cuando la vieja las descubre, sentadas en el campo con sus vestidos de novia, endereza su postura y mira indignada hacia la ruta.
   —¿Pero cómo…?
   —No llore, por favor —dice Felicidad—. No empeore las cosas.
   —Pero no puede ser… —dice la vieja, y en la desilusión cae de su mano, al campo, la libreta de matrimonio. 
   Mira con desprecio la ruta por la que se ha ido el coche y dice:
   —¡Sinvergüenza, viejo impotente!
   —¡Vení, turra!
   —¡Por qué no se callan, cotorras! —grita Nené y se incorpora con violencia.
   —¡Te vamos a agarrar, culebra!
   En busca de comprensión, la vieja mira a Felicidad, que al igual que Nené se ha incorporado y estudia con angustia la oscuridad del campo.
   —Poné la cara, vení —Las voces de las mujeres se oyen cada vez más cerca.
   Felicidad y Nené se miran. Bajo los pies sienten el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas.
   —¿Qué pasa? —dice la vieja— ¿Qué son esas voces, qué quieren? 
   Se agacha, recoge la libreta y, como lo hacen Felicidad y Nené, retrocede hacia la ruta sin voltearse, sin perder de vista esa masa negra de la oscuridad del campo que parece acercarse a ellas cada vez más.
   —¿Cuántas son? —dice Felicidad.
   —Muchas —dice Nené—, demasiadas.
   Los comentarios y los insultos son tantos y tan cercanos que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
   —¿Qué hacemos? —dice Felicidad. 
   Las tres retroceden cada vez más rápido.
   —No se te ocurra llorar —dice Nené.
   La vieja se toma del brazo de Felicidad, se aferra al vestido de novia y lo arruga en sus manos nerviosas.
   —No se asuste, abuela, todo está bien —dice Felicidad. 
   Pero las burlas son ya tan fuertes que la vieja no alcanza a escuchar. Sobre la ruta, a lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Quizá Felicidad piense ahora, por última vez, en el amor. Quizá piense para sí misma: Que no la deje, que no la abandone.
   —Si para nos subimos —grita Nené.
   —¿Qué dice? —pregunta la vieja.
   Ya están cerca del baño.
   —Que si el auto para… —dice Felicidad.
   —¿Cómo? —insiste la vieja.
   El murmullo avanza sobre ellas. Aunque no las ven, saben que las mujeres están ahí, a pocos metros. Felicidad grita. Algo como manos  le roza las piernas, el cuello, la punta de los dedos. Felicidad grita y no escucha las órdenes de Nené, que se ha alejado y le dice que agarre a la vieja y corra. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, que arrastre a la vieja. Pero es la vieja quien reacciona y arrastra a Felicidad hacia Nené, que ya está junto al coche a la espera de que la mujer se baje, para subir y obligar al hombre a conducir.
   —No me sueltan —grita Felicidad—. ¡No me sueltan! —Mientras espanta desesperada las últimas manos que la retienen.
   La vieja empuja. Tira de Felicidad con todas sus fuerzas. Nené espera ansiosa que se abra la puerta, que la mujer baje. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino, aún no ha visto a las mujeres, y baja apurado buscando en su pantalón la hebilla de la bragueta con la que bajará el cierre. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen pura y exclusivamente a él. Llegan a sus oídos. En los ojos del hombre, el terror de un conejo frente a las fieras. Cuando se detiene, ya es tarde. Nené ha dado la vuelta y sube al auto por la puerta del hombre. Sostiene a la mujer, que intenta zafarse, y abre una puerta trasera por la que entran Felicidad y la vieja.
   —Sosténganla —dice Nené, y suelta a la mujer para dejarla en manos de la vieja, que obedece la orden sin preguntar.
   —Si se quiere bajar dejala —dice Felicidad—, por ahí ellos sí se quieren y nosotros no tenemos por qué meternos.
   La mujer logra zafarse de la vieja pero no se baja, dice qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra, hasta que Nené le abre la puerta.
—Bajá, rápido —le dice.
   Desde el auto se escuchan los gritos de las mujeres y frente a ellas permanece, despegada de la oscuridad por las luces del auto, la figura aterrada e inmóvil de un hombre que ya no piensa en lo mismo que pensaba hace un rato.
   —No me bajo nada —dice la mujer. Mira al hombre sin aprecio y después a Nené—: Arrancá antes de que vuelva —dice, y traba la puerta de su lado.
   Nené enciende el motor. El hombre escucha el automóvil y se vuelve hacia ellas.
—¡Arrancá! —grita la mujer.
   La vieja aplaude nerviosa, aprieta con firmeza la mano de Felicidad, que con espanto mira al hombre que se acerca. Con dos ruedas laterales fuera de la ruta, el auto patina sobre el barro. Nené mueve el volante sin control y por un momento los faros del coche iluminan el campo. Pero lo que se ve entonces no es justamente el campo: la luz del auto se pierde en la inmensidad de la noche y por un momento distingue en la oscuridad la masa descomunal de centenares de mujeres. Corren hacia el auto, o mejor dicho hacia el hombre, que, entre ellas y la multitud, aguarda su llegada paralizado, como si esperara la muerte.
   Una patada de la mujer sobre el pie de Nené activa el acelerador y, con la imagen de las mujeres ya sobre el hombre, Nené logra regresar el auto a la ruta. El motor esconde los gritos y las burlas y pronto todo es silencio y oscuridad.
   La mujer se acomoda en el asiento.
   —Nunca lo quise —dice la mujer—, cuando se bajó pensé en dejarlo en la ruta, pero no sé, el instinto maternal…
   Ninguna de las mujeres la escucha. Todas, incluso ella ahora, se concentran en la ruta y permanecen un rato en silencio. Es entonces cuando sucede.
   —No puede ser —dice Nené.
   Frente a ellas, a lo lejos, el horizonte comienza a iluminarse de pequeños pares de luces blancas.
   —¿Qué? —dice la vieja, que no alcanza a ver—. ¿Qué pasa?
   En el asiento del acompañante, la mujer mira cada tanto a Nené, esperando una explicación. Los pares de luces crecen, se acercan hacia ellas. Felicidad se asoma entre los asientos delanteros.
   —Vuelven —dice, sonríe y mira a Nené.
   En la ruta, los primeros pares de luces que ya son coches casi sobre ellas, y pasan a toda velocidad.
   —Se arrepintieron —dice Felicidad—. Son ellos, ¡vuelven a buscarnos!
   —No—dice Nené.
    Enciende un cigarrillo y después, soltando el humo, agrega:
   —Son ellos. Pero vuelven por él.


Samanta SchweblinPájaros en la boca y otros cuentos 2017

TALLER de narrativa breve para agosto 2025


Entradas

Curso para agosto 2025

ESPA 4406 – 0U1

Perspectivas transculturales de la literatura hispánica: 




Narradoras 

del ahora mismo




















LUNES y MIÉRCOLES - 10:00-11:20

Prof. Sofía Irene Cardona


A partir de la consideración de cuentos recientes se exploran debates sobre las representaciones de lo inmediato y de las reivindicaciones sociales más urgentes de actualidad, desde una perspectiva feminista. Se leerán relatos de Sara Mesa, Marta Sanz, Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Guadalupe Nettel, Alejandra Kamiya, Marta Aponte, Vanessa Vilches y Ana Marina Rúa, entre otras.

 

Roberto Bolaño

LOS PERROS ROMÁNTICOS
En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.

Gonzalo Rojas

Gato negro a la vista 

Gato, peligro
de muerte, perversión
de la siempreviva, gato bajando
por lo áspero, gato de bruces
por lo pedregoso en ángulo recto, sangrientas 
las úngulas, gato gramófono
en el remolino de lo áfono, gato en picada
de bombardero, gato payaso
sin alambre en lo estruendoso
del Trópico, arcángel
negro y torrencial de los egipcios, gato
sin parar, gato y más gato
correveidile por los peñascos, gato luz,
gato obsidiana, gato mariposa,
gato carácter, gato para caer
guardabajo, peligro.



Crecimiento de Rodrigo Tomás

Libre y furioso, en ti se repite mi océano orgánico,
hijo de las entrañas de mi bella reinante:
la joven milenaria que nos da este placer de encantarnos
mutuamente, desde hace ya una triple primavera.

¿Cómo reconstruirte si ya estás, oh Rodrigo Tomás,
estirando en furor tu columna, tu impaciencia de ser el monarca?
¿Cómo reconstruirte para mejor hallarte
en tu luz esencial, entre el fulgor de mis pasiones revolcadas,
y esa persecución que va quemando los cabellos de María?

No sé por qué te busco en lo hondo de lo perdido, en esas noches
en que jugué todos mis ímpetus por un espléndido abandono
en poder de las olas lúgubres y sensuales,
a merced de una brisa que me daba a gustar la ilusión del cautiverio,
donde el libertinaje hace su nido.

No. Tu raíz es una estrella más pura que el peligro.
Es el encuentro de dos rayos en lo alto de la tormenta.
Es el hallazgo de la llave que te abrió la existencia y el presidio.

Antes de verte, en nadie vi tus ojos tiránicos.
Sólo las hembras tienen la encarnada visión de su deseo.
Ni pretendí heredero porque fui un poseído de mi propio fantasma.
Hasta que me robé la risa de tu madre para besarla y estremecerla.
A lo largo de un viaje a lo inmediato mío resplandeciente.

Ahora me pregunto cuál será el límite de tu carácter
si tu médula espinal fue la flor de los vagabundos
que se iban con los trenes, sin consultar siquiera el silbato de su azar.
Mordidos por los prejuicios. Curtidos por el viento libre.
¿Si tu madre y tu padre quemaron sus entrañas para salvar tu fuego?

¿Pero qué importa nada si hoy, por último, estás ahí
reunido en materia de encarnación radiante,
oyéndome, entendiéndome, como nadie en este mundo
podrá entender la tempestad de un parto?
—Oh, todos los mundanos te dirán que las pasiones rematan en un beso.

Tu madre y yo dormíamos cuando nos gritaste: “Heme aquí”.
“¿Qué esperáis a arrullarme en las ruedas de vuestra fuga?
¿Qué esperáis a participarme vuestro fuego?
—Yo soy el invitado que aguardábais antes de ser ceniza”.

Tu madre y yo dormíamos esa noche en la costa
mientras el mar cantaba para ti desde la profundidad de nuestro sueño,
con furor disonante, arrullando tus pétalos divinos.

Tu alta dinastía se remonta al resplandor de la nieve.
A las noches en que tu madre quería verte tras nuestra única ventana
y allí afuera la nieve era un diálogo ardiente
entre mi desesperación y el bulto vivo que contenía tu relámpago.

Así, tu madre te alumbró frente a esas dignas piedras de Atacama
con toda la entereza de su Escocia durmiendo en su mirada dimanatina.
Te parió allí en la madrugada de Septiembre de un día fabuloso
de la gran guerra mundial en cuyo primer acto yo también fui parido.
Así en la pesadilla de un siniestro espectáculo,
te alumbró con un grito que hizo cantar a las estrellas.

Oh, qué frío tan encendidamente gozoso
el aire de tu aparición en este mundo:
traías tu cabeza como un minero ensangrentado
—harto ya de la obscuridad y la ignominia—:
reclamabas a grandes voces un horizonte de justicia.
Querías descifrarlo todo con tu llanto.

Te di para tu libertad la nieve augusta y el lucero.
Yo fui tu centinela que te veló en el alba.
Aún me veo, como un árbol, respirando para tus nacientes pulmones,
librándote da la persecución y el rapto de las fieras.
Ay, hijo mío de mi arrogancia
siempre estaré en la punta de ese paisaje andino
con un cuchillo en cada mano para defenderte y salvarte.

Primogénito mío: tu casa era lo alto de la nieve de Chile.
De la cobriza sierra te bajé hasta las islas polares.
Te quise navegante. Te arranqué de los montes.
Corrimos el desierto, las colinas, los prados,
y entramos a la mar de tus abuelos
por el Reloncaví de perla indescifrable.

Nos aislamos. Vivimos en trinidad y espíritu.
El mar cantaba ahora en el huerto de nuestra casa.
Tú respirabas hondo. Jugabas con la arena y la neblina.
Por el Golfo lloraban sirenas en la noche.
Los pescados venían a conversarte en tu lengua primitiva.

Me veo galopando en mi caballo a la siga de las nubes,
remando para dar más brío a los veleros,
cortado en la escotilla de la niebla, durmiendo encima de los sacos.
Junto a corderos tristes, viendo bramar el Este enfurecido.
Pensando en ti, en tu madre, poco antes de morirme.

Cuando llegaba el día, yo saltaba a la arena,
corría por el bosque todavía empapado por la lluvia.
Vosotros me mirabais como a un náufrago viviente
y me dabais el beso de la resurrección y de la gracia.

Oh madera rajada por el hacha. Oh ladrido
del viento sobre el Golfo, todos los días navegado.
Adiós. Ya nos partimos de vosotros, oh peces.
Dadle a Rodrigo Tomás la lucidez de vuestro pensamiento.
Adiós, islas sombrías. Ya el rayo nos está llamando.

Trenes.
Pájaros.
Playas.
Toda la geografía
de Chile para ti, mi hambriento hidalgo.
Mi bien nacido soplo: para ti todo el fuego.
Para ti lo telúrico, lo enardecido. Todo
lo que te haga crecer más lejos que el relámpago.

Tierra para tu sangre. Mar y nieve
para tu entendimiento, y Poesía
para tu lengua.

Oh Rodrigo Tomás: siempre estarás naciendo de cada impulso mío.
De cada espiga de tu madre.

Cuando estemos dormidos para siempre,
oh Rodrigo Tomás: siempre estarás naciendo.

Entonces,
no te olvides de gritarnos:
“Heme aquí”.
“¿Qué esperáis a arrullarme en las ruedas de vuestra fuga?
¿Qué esperáis a participarme vuestro fuego?
—Yo soy el invitado que aguardábais antes de ser ceniza”.


Wislawa Szymborska

Un gato en un piso vacío

 

Morir, eso no se le hace a un gato.

Porque qué puede hacer un gato

en un piso vacío.

Trepar por las paredes.

Restregarse entre los muebles.

Parece que nada ha cambiado

y, sin embargo, ha cambiado.

Que nada se ha movido,

pero está descolocado.

Y por la noche la lámpara ya no se enciende.
Se oyen pasos en la escalera,

pero no son ésos.

La mano que pone el pescado en el plato

tampoco es aquella que lo ponía.

 

Hay algo aquí que no empieza

a la hora de siempre.

Hay algo que no ocurre

como debería.

Aquí había alguien que estaba y estaba,

que de repente se fue

e insistentemente no está.

 

Se ha buscado en todos los armarios.

Se ha recorrido la estantería.

Se ha husmeado debajo de la alfombra y se ha mirado.

Incluso se ha roto la prohibición

y se han desparramado los papeles.

Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.

 

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

Irá hacia él

como si no quisiera,

despacito,

con las patas muy ofendidas.

Y nada de saltos ni maullidos al principio.