Textos que discutiremos en la sesión del lunes 8 de septiembre
Martes 2 de septiembre, 1:48 p. m. Durante cinco horas estuvimos esperando a Víbora; todo indicaba que aparecería y nuestras información confirmaba su presencia en la isla. Nuestra directiva era clara: cambiar de posición cada hora y mimetizarse con la población y los turistas. Era nuestra única oportunidad de capturar al fugitivo después de 19 años invadiendo a las autoridades.
El parque estaba lleno. Turistas con pocos artículos de ropa preparados para el clima tropical, muchos hombres vestidos en colores oscuros y mujeres con ropa ligeramente liviana. Ellos se encontraban en ese momento divirtiéndose y alimentando a las aves. Hasta el momento no había niños, lo que pensé que facilita nuestro trabajo. Solo vimos palomas grises, que no dejaban de comer, siempre queriendo más. Eso complicaba la vigilancia, pues limitaba nuestra vista y percepción de la entrada del parque.
Durante horas esperamos tranquilamente a Víbora, pero fue en vano; parecía que nunca planeaba aparecer. A estas alturas, todos empezábamos a molestarnos con las aves. No dejaban de interactuar con nosotros, esperaban con ansias que las alimentaran. Cada minuto venían más para ubicarse junto a nosotros o cerca de nosotros, mirándonos con sus ojitos. La misión se estaba volviendo aún más agotadora. Cuanto más esperábamos, más seguro era que, o nos descubran una vez más o que Víbora nos engañó de nuevo. Esta vez, el método fue el más eficaz: Palomas molestosas.
El miércoles pasado llegué al tren y habían demasiadas personas, de milagro encontré un lugar al lado de una señora que estoy segura no pasaba de 45 años. Le pregunté si estaba bien sentarme a su lado y ella muy amablemente me contesto que si; su sonrisa, mientras lo decía, demostraba lo cansada que estaba. Sus ojeras marcadas solo podían significar hijos y horas perdidas de sueño. Aunque estaba cansada en ningún momento cerró los ojos para tomarse una siesta hasta su parada. Siempre alerta, como si esperaba algo o alguien. En la estación de Cupey hizo esfuerzo para levantarse y yo, simplemente, me moví. Salió del tren y busco a alguien, su hija. Se sentaron en otro lugar y ella le preguntó: “¿como fue tu día?”. Mientras las observaba, notaba lo mucho que la amaba, como si fuera el centro de su mundo. Para mi, era una madre soltera sobreviviendo a su día a día tan complicado. Supuse que no tenían un carro para moverse y si lo tenia era uno que no podría correr largas distancias. Eran las 3:00 de la tarde, ¿ambas salían del trabajo y la escuela?, aunque su hija no tenia uniforme ni la señora tampoco. Para mi ambas estaban en citas médicas. Entre tanto pensar en su situación las perdí de vista. Por lo que pensé, ¿sus ojeras delataban su situación, o solo era mi imaginación? ¿El sistema les había fallado? ¿Que haría yo en su situación? ¿Por qué no comencé una conversación?
Abecedario en sala de espera
a de aumentaste el aumento, astigmatismo, antirreflexivo
b de bifocal, blanco, balance saldo
c de ceguera, cristales, catarata
d de deberías operarte, de dos a tres semanas, de daltonismo
e de enfocar, escaparate, esclerótica
f de frío, factura, firma
g de globo aerostático, golf, gafas
h de heterocromía, hablador, hola tanto tiempo
i de iris, información importante, itinerario
j de jubilados, jorobas, jabón apestoso
k de kinesia, de kilométrica espera
l de lámpara de hendidura, luz difusa, limbo
m de miopía, monturas, mostrador
n de niños llorando, nervios, no hay devoluciones
o de oftalmólogo, optómetra, óptica nacional
p de plan médico, pupila, pestañear
q de quinientos dólares, de quejas
r de receta, retina, remodelación
s de salúdame a tu abuela, señoras hablando, sillas ocupadas
t de timbre, tuerto, tracto óptico
u de úvea, de umbral
v de veinte veinte, de visión
w de Wernicke, de walk-in
x de xilografía en la pared hecha por un tal Leonardo
y de yeux, de Yves Saint Laurent
z de zona de empleados o de zónula también
Cuelgan estantes que aguantan ciento cincuenta marcos en blancas paredes remodeladas. Son casi ochocientas opciones contenidas en la oficina, área de cobro, sala de espera, zona de medidas y recepción; todo a la misma vez. Hay algunos pares que son favoritos entre los clientes y se seleccionan a diario. Otros, más extravagantes o demasiado sencillos, se quedan acumulando polvo. Lentes aún sin ojos, pero que miran. Ven fijamente a los que andan en el quita y pon o en el prueba y desaprueba. Intentan con esa intensidad seducir a su modelo para ser los elegidos entre las cientos de opciones de monturas. La bendición de que opten por ese par, así podrá salir de la reducida oficina recién remodelada para ver el mundo. Y vería el mundo si, dentro de la ruleta de clientes cegatos, gana la dicha de que el dueño sea dado de explorar. Que sea un portador de ese par al que le echen piropos por su selección curada, que coja carretera a menudo para ver qué le sorprende en un pueblo nuevo, que su pasaporte esté lleno de ponches internacionales. Porque mal pueden quedar atrapados con otro dueño viendo una pantalla, el carro y la casa. Así, varados en un ciclo, hasta que pase el año y ya los desechen porque ha cambiado la receta. Sus otros compañeros, los populares y los olvidados aún incrustados en la pared, desean correr una mejor suerte cuando crucen esa mirada decisiva.
—¡Voy a llamar a la policía!
Mi vista, por voluntad propia, vuela hasta encontrar la trémula voz. La mujer vestida con una camisa rojo ardiente, parece querer sumergirse en el monitor de la computadora. Su mano temblante aprieta el teléfono a su oído, mientras la luz fluorescente hace brillar el sudor en su frente.
De repente, la mujer gira su cabeza hasta que sus ojos encuentran los míos. Una risa incómoda se le escapa.
—Tú sabes cómo es. —señala a su teléfono.
Sin saber, me volteo y continuo mi trabajo. El hipnotizante “click clack” de la sinfonía de teclados en la biblioteca son suficientes para borrar las palabras de la mujer a mi espalda. Los minutos pasan mientras mi documento crece y crece hasta que eventualmente el trabajo llega a su fin. Exhalando la ansiedad acumulada, cierro el dispositivo y comienzo la larga caminata hacia mi apartamento.
El sol ya se va escondiendo tras el horizonte. Con cada paso observo cuidadosamente mis alrededores solitarios. El rojo ardiente de su camisa atrapa mi vista. Desde mi posición lejana puedo ver como la mujer baja sus ojos hacia su teléfono. Recuerdo, entonces, sus palabras en la biblioteca.
La mujer cruza la calle y me pregunto: ¿compartimos la misma ruta?
El carro aparece de la nada.
El cuerpo de la mujer no es suficiente para detenerlo.
Todo el aire desaparece de mis pulmones. Sin pensarlo mis dedos temblorosos luchan por marcar los mismos números que ella había mencionado.
9-1-1.
Un gran muro. Lo que separa mis ojos de observar lo más interesante de esta tarde es este gran muro que voy a trepar. Encima de él, estoy parado entre lugares habitables y otros olvidados. Una escuela abandonada por el gobierno que prometió promoverla para servir más años de educación a los niños que viven por el área. Hace casi veinte años que estudié en esa misma escuela, mi nombre todavía está plasmado con el de mis amistades en los papeles quemados y tirados en el suelo. Las ventanas ya no existen, solo son concavidades gigantes en cada esquina. Bombillas quebradas, pupitres con potencial abandonado, pizarras inexistentes, un comedor vacío…
Pero, dentro de todo este abandono todavía hay vida. Los árboles han tomado el área para ellos, convirtiéndose en un hogar para varias familias. Subiendo las escaleras, pude ver cinco murciélagos, colgados sobre una rama dentro de un salón donde antes estaba una maestra de educación física. Un salón donde había tanto cariño hacia sus estudiantes ahora es un hogar acogedor entre todo el abandono para estos animalitos. Dos son grandes y tres de ellos son del tamaño de un ratón. Los cachorros durmiendo entre las alas protectoras de sus padres.
Esta escuela era un segundo hogar para niños de elemental, las maestras convirtiéndolos en los adultos de hoy en día. Tal vez los que están en estos salones no son niños, pero se siente bien poder ver que sigue siendo un hogar para otros… pequeños murciélagos.
De camino a casa de Abuela, siempre pasamos por un puente. No es muy largo, toma solo 20 segundos pasarlo en su totalidad. Siempre que paso hay grupos de personas tirándose para caer en la laguna y chapoteando en el agua. Pero una vez que pase no estaban los grupitos ahí. Ya era de noche, tal vez las 2am. Solo estaba un joven mirando hacia el horizonte. Era casi mágico, ver como la luz de la luna se reflejaba sobre él. No sabía por qué, pero mis ojos no podían dejar de mirarlo. Algo me llamaba. El joven se quitó la ropa y se lanzó al agua. Parecía atleta de clavado olímpico. La luz de la luna lo perseguía. No podía creer lo que estaba viendo. Estacioné el carro y salí corriendo. En el agua lo vi, nadando, alejándose de mí. Esta fue la primera vez que lo vi convertirse en sirena. Claro no fue la última. Después de ese día, iba casi todas las semanas esperando volverlo a ver. Después de cinco años esperando poderlo encontrar, ayer lo vi.
TEXTOS discutidos el miércoles 3 de septiembre
¿Qué mejor manera de cerrar el verano que con entradas gratis a un parque acuático, cortesía de tu trabajo “part-time”? El sábado pasado una compañía alquiló un parque acuático para premiar a sus empleados al terminar la temporada alta. Durante todo el día el ambiente se veía caótico y alegre, pero acercándose la hora del cierre del parque se podía sentir la calma asentándose.
Estaba en la piscina con varios de mis compañeros flotando exhaustos tras un largo día. Disfrutábamos en paz los últimos minutos que nos quedaban, al igual que muchos, cuando me percaté que a un par de metros de nosotros un grupo de jóvenes reían a carcajadas y salpicaban agua. Cualquiera diría que recién habían llegado porque estaban demasiado energéticos comparado con nosotros que llevábamos todo el día ahí, pero opté por pensar que se habían propuesto a disfrutar hasta el último segundo.
Me atrevo a decir que ese día era muy esperado para ellos. Noté que también algunos llevaban el pelo pintado de un azul llamativo y los trajes de baños combinados. Posiblemente llevaban planeando los atuendos por un tiempo para tomarse fotos memorables y fortalecer aún más su amistad. Los veo capaces de ser de los primeros que llegaron y de los últimos en irse para disfrutar el día al máximo. Quién sabe cuando se volverían a ver luego de ese día. Quizás hasta las próximas vacaciones una vez terminen la universidad y tengan más turnos juntos al comenzar nuevamente la temporada alta.
Un insecto se tiró desde la grama del parque hasta la pista donde mi tia y yo estábamos caminando, cuando pare para observar mi tía siguió, no queriendo interrumpir el ritmo que creamos durante la media hora que llevamos caminando. Me quedé sola con el insecto, trato de descifrar qué especie era y porque de todas las opciones que tuvo, se tiró a la pista donde alguien le podía matar ¿Estaba corriendo de algo? ¿Algo más peligroso que el suelo de un zapato? La crueldad de la noche nos aplica a todos, insecto y ser humano igual. No queriendo asustarla sigue caminando. Mire para arriba a darle saludos a la luna, pero hoy puede ver una cara en ella, como cuando uno saca imágenes de las nubes, tenía una expresión de tristeza profunda. Esto me puso a pensar, de todas las tragedias que han sucedido en la noche, la luna las vio todas, su luz solamente sirviendo como lentes para poder ver lo que no quería ver. Me vino la idea de escribir un poema desde el punto de vista de la luna, creando conexiones entre ella y nosotros. De cómo se siente ser testigo de tanto sufrimiento y sentirse como si no puedes hacer nada. De cuestionar si tu pura existencia es moral si resulta en tragedia. Porque lo que son desastres naturales y las olas matadoras para la luna, son violaciones de derechos humanos e inacción para nosotros. Todas siendo causado por la misma mano que lo lamenta.
Quiero decir que lo estaba haciendo por sí mismo, pero puede que haya sido para probar algo. A alguien, al mundo, a quien lo vea. Para que se le notara en la cara y en la manera en la que pone un pie frente al otro, que era un hombre valiente. Por lo menos esa impresión me dio: que Obed tenía mucho miedo. Pero a pesar de todo, al fin y al cabo se atrevió.
Siempre llevaba en la mano una camarita para documentar su experiencia. Como para decir “¡Mírame! ¡Me tiré de un puente! ¡Lo logré y te lo puedo probar!” Era el único que llegó solo y aunque le ofrecimos ir primero, se notaba que le quedaba un poco de pánico. Primero fui yo, después mi amiga, y después hubo una pausa. Del grupo de tres, era el último que faltaba. Obed se quedó pegado a la orilla del puente con el arnés ya firmemente enganchado a la soga. No se atrevía a soltarse.
Desde abajo no se podía escuchar mucho de lo que decía, pero sus respiros eran profundos. Luego de varios minutos…
“¡AY CABRÓN!” gritó Obed al dejarse caer. Y eso mismo gritó las otras dos veces que brincó.
Mi palito de guayaba no es mío, ni yo de él, somos tan el uno del otro como familia. Sus ramas funcionan de oficina y las uso para conectar mi alma, lo natural y mi ser. Este es mi lugar. El paso de los años convirtió la música de la finca en la misma melodía melancólica citadina, donde el sonido de la fauna es opacado abruptamente. Noté el repetitivo ritmo: pájaros, viento en hojas, grito del vecino, carro pasando, el tronco vuelve a crujir; el perro de algún señor, descontrolado, y una guayaba que cayó casualmente. Pero abro mis ojos y veo monte. Gracias, Dios porque hoy me arropan montañas y hojas verdes que dan un poquito de privacidad. Pero dentro, las aves no se mueven igual que antes. Casi parecieran estar conscientes de algo; algún problema. Pues se ha notado la guardarraya más cerca a las guayabas, lo sé porque he visto. Se debe a la tala masiva de árboles por el nuevo vecino de cara, barriga y cartera gorda. A él no le preocupa, pues siempre ha trabajado en oficinas de madera muerta, y su fortuna es de papel. Ahora los pájaros viven en árboles sobrepoblados, matándose los unos a los otros en una batalla territorial. Es la historia que se vuelve a repetir; un mundo animal reflejado con el contexto de uno humano. Mostrando nuevamente la opresión de los poderes jerárquicos por culpa de las fallas en la estructura socioeconómica.
La plaza de Cayey estaba casi vacía cuando llegué. Llegaba un señor cargando una guitarra, acompañado de tres cuarentones más. El tenue sonido de El Gran Combo, que salía de una bocina, competía con los acordes que entonaba el señor. Imaginaba que aquellos amigos, seguramente talentos de la Casa de Música municipal, recién salían de un ensayo. El guitarrista terminaba sus ejercicios y preparaba su cancionero del día próximo; los demás se enfrascaban en un vacilón, para celebrar otra práctica bien hecha. El guitarrista terminó su canción y guardó su instrumento, para liberar su mano cervecera y unirse a la burla. Se cansó de competir con la bocina, imaginaba yo.
Mientras tanto, se reunía otro grupo de personas mayores, al lado de la alcaldía. Primero eran tres, vestidos con camisas idénticas. Luego se sumaban dos más, y luego cuatro, hasta que había una pequeña multitud en la esquina de la plaza. Di por sentado que eran miembros de una iglesia. Imaginaba que llegaban de alguna celebración o retiro espiritual. Algunos traían velas de bombillita, así que tampoco descarté un funeral. De súbito, veía que subían pancartas. ¡Qué horror! Eso era una protesta religiosa, según imaginaba con mucha certeza. Cuando investigué, observé que mi imaginación me fallaba. Se trataba de una comunidad que protestaba contra el desahucio de sus hogares. Imaginaba al alcalde aborrecido, esperando a que se largaran los ciudadanos, para poder salir.