MUJERES DESESPERADAS

   Al asomarse a la ruta, Felicidad comprende su destino. Él no la ha esperado y, como si el pasado fuese tangible, ella cree ver en el horizonte el débil reflejo rojizo de las luces traseras del auto. En la oscuridad llana del campo sólo hay desilusión y un vestido de novia, y un baño en el que no debió haber tardado tanto.
   Sentada sobre una piedra junto a la puerta, quita del bordado del vestido los granitos de arroz. No llora todavía, sino que, absorta en un shock de abandono, corrige los pliegues del vestido, analiza sus uñas, y contempla, como quien espera el regreso, la ruta por la que él se ha alejado.
   —No vuelven —dice Nené, y Felicidad grita espantada por el susto —La ruta es una mierda.
   La mujer está detrás de ella y enciende un cigarrillo.
   —Una mierda, de lo peor.
   Felicidad logra controlarse y entre los restos del temblor se reacomoda los breteles.
   —¿El primero? —pregunta Nené y espera sin aprecio que el coraje de Felicidad le permita dejar de temblar para mirarla —. Te pregunto si el tipo es tu primer marido.
   Felicidad logra una sonrisa forzada. Descubre en Nené el rostro viejo y amargo de una mujer que de seguro ha sido mucho más hermosa que ella. Entre las marcas de una vejez prematura se conservan los ojos claros y unos labios de perfectas dimensiones.
   —Sí, el primero —dice Felicidad con esa timidez que lleva el sonido hacia adentro.
   Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
   —¿Y qué? ¿Vas a esperarlo? —pregunta Nené.
   Felicidad mira la ruta, el lado por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se a responder.
   —Mirá —dice Nené—, te la hago corta porque esto no da para más. —Nené pisa el cigarrillo enfatizando las frases—: se cansan de esperar y te dejan, parece que esperar los deja agotados.
   Felicidad sigue con cuidado el movimiento repetitivo de un nuevo cigarrillo que la mujer se acerca a la boca, del humo que se mezcla en la oscuridad, de los labios que otra vez aprietan el cigarrillo.
—Así que ellas lloran y los esperan… —continúa Nené—, y los esperan… Y sobre todo lo demás, y durante todo el tiempo: lloran, lloran y lloran.
   Felicidad deja de seguir el recorrido del cigarrillo. Cuando más necesita apoyo, cuando solo otra mujer podría entender lo que ella siente junto a un baño de damas, en la ruta, tras haber sido firmemente abandonada por su reciente esposo, sólo tiene a esa mujer arrogante que antes le hablaba y ahora le grita.
—¡Y siguen llorando y llorando durante cada hora, cada minuto de todas las malditas noches!
   Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas.
   —Y meta llorar y llorar… Y le voy a decir algo. Esto se acaba. Estamos cansadas, agotadas, de escuchar sus estúpidas desgracias. Nosotras, señorita… ¿cómo dijo que se llamaba?
   Felicidad quiere decir Felicidad, pero sabe que cualquier cosa que diga solo la conducirá al llanto.
   —Hola… ¿Se llamaba…?
   Entonces el llanto es incontenible.
   —Fe, li… —Felicidad trata de controlarse, y aunque no lo logra resuelve la frase—:… cidad.
   —Bueno Feli-cidad, nosotras no podemos seguir soportando esta situación, esto se acaba, ya es insostenible.
   Tras una gran aspiración el llanto vuelve a expandirse y humedece el rostro de Felicidad, que tiembla al respirar y niega con la cabeza.
   —No lo puedo creer, que… —Felicidad respira—, que él, que me haya…
   Nené se incorpora. Estampa en la pared del baño el cigarrillo que aún no ha terminado, mira con desprecio a Felicidad y se aleja.
   —¡Desconsiderada! —le grita Felicidad. 
   Pero unos segundos después, cuando entiende que se quedará sola, Felicidad la alcanza campo adentro.
   —Espere… No se vaya, entienda…
   Nené se detiene y la mira.
   —Cállese —dice Nené y enciende otro cigarrillo—. Cállese, le digo, y escuche.
   Felicidad deja de llorar y traga lo que podrían ser los comienzos de nuevos brotes de pena. Hay un momento de silencio en el que Nené no siente alivio sino que, aún más afligida y nerviosa que antes, dice:
   —Bueno, ahora escuche. ¿Lo siente? —Nené mira hacia el campo negro.
   Felicidad hace silencio y se concentra, pero no logra escuchar nada. Nené niega con reprobación.
   —Es que lloró demasiado, tiene que esperar a que se le acostumbre el oído. 
   Felicidad mira hacia el campo y tuerce un poco la cabeza. 
   —Lloran… —dice Felicidad, en voz baja y casi con vergüenza.
   —Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! —Nené señala su rostro—: ¿No me ves la cara? ¿Cuándo dormimos? ¡Nunca! Lo único que hacemos es oírlas todas las malditas noches. Y no lo vamos a soportar más, ¿se entiende?
   Felicidad la mira asustada. En el campo, voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten los nombres de sus maridos.
   —¡Y todas lloran! —dice Nené.
   Entonces las voces gritan:
   —Psicótica.
   —Desgraciada, insensible.
   Y otras se suman:
   —Déjanos llorar, histérica.
   Nené mira furiosa hacia todos lados, grita al campo:
  —¿Y qué hay de nosotras, mariconas…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que escuchar sus estúpidas penitas todas las malditas noches?, ¿eh?, ¿qué hay?
   Hay un silencio en el que Felicidad mira con espanto a Nené.
   —¡Tomate un calmante! ¡Loca!
   Aunque están campo adentro ven que en la ruta, a su altura, una luz blanca se detiene frente al baño. Todo sucede muy rápido. Una figura baja del coche y entra a la casillita.
   —Otra —dice Nené, y como si este episodio fuese el último que puede soportar, se deja caer en el campo, agotada. 
   —¿Otra? —pregunta Felicidad—. ¿Otra mujer? ¿La van a abandonar? Por ahí la espera…
   Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez menos amistosos.
   —¡Vení, turrita! A ver cómo venís y das la cara.
   —Vení ahora que no estás con tus amiguitas rebeldes.
   —¡Insípida!
   Felicidad toma la mano de Nené y trata de levantarla, señala hacia el baño.
   —¡Hay que hacer algo! ¡Hay que avisarle a esa pobre mujer! —dice Felicidad.
   Pero después se detiene y permanece en silencio, porque Felicidad ha visto el reflejo de su penoso pasado reciente: el auto que se aleja sin que la mujer que ha bajado haya tenido oportunidad de volver a subir, y las luces, antes blancas y brillantes, se pierden hacia el otro lado, rojizas.
   —Se fue —dice Felicidad—, se fue sin ella. 
   Como antes lo hizo Nené, deja que su cuerpo se desplome en el piso. 
   —Siempre es así, querida —Nené palmea la mano de Felicidad—. Es inevitable. En la ruta al menos… siempre.
   —Pero… —dice Felicidad.
   —Siempre —dice Nené.
   —¿Dónde estás, turra? ¡Hablá!
   Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya.
   —¡Infeliz!
   —¡Vieja fea!
   —¡Déjenla en paz! —dice Felicidad. 
   Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
   —Ay, qué miedo —dice una de las voces—. Así que ahora tenés compañerita…
   —Yo no soy compañerita de nadie —dice Felicidad—, sólo trato de ayudar.
   —Ay… Sólo trata de ayudar.
   —¡Cállense! —dice Nené.
   —¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
   —¡Porque es una morsa flaca!
   —No, la dejaron porque… —se ríen—, porque mientras ella se probaba su vestidito de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito.
   Las risas se escuchan más cerca, tapan ya completamente los llantos. Desde el baño, una figura avanza hacia Nené y Felicidad a paso lento.
   —Miren, ahí viene otra. ¡Turra!
   A medida que la figura se acerca descubren el rostro de una vieja. Cada tanto, se detiene y contempla la ruta. Vestida en tonos dorados, deja ver en su escote el sensual encaje negro de una prenda interior. Ya cerca, antes de que pueda preguntar algo, Felicidad se adelanta:
   —Siempre, en la ruta siempre, abuela.
   Cuando la vieja las descubre, sentadas en el campo con sus vestidos de novia, endereza su postura y mira indignada hacia la ruta.
   —¿Pero cómo…?
   —No llore, por favor —dice Felicidad—. No empeore las cosas.
   —Pero no puede ser… —dice la vieja, y en la desilusión cae de su mano, al campo, la libreta de matrimonio. 
   Mira con desprecio la ruta por la que se ha ido el coche y dice:
   —¡Sinvergüenza, viejo impotente!
   —¡Vení, turra!
   —¡Por qué no se callan, cotorras! —grita Nené y se incorpora con violencia.
   —¡Te vamos a agarrar, culebra!
   En busca de comprensión, la vieja mira a Felicidad, que al igual que Nené se ha incorporado y estudia con angustia la oscuridad del campo.
   —Poné la cara, vení —Las voces de las mujeres se oyen cada vez más cerca.
   Felicidad y Nené se miran. Bajo los pies sienten el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas.
   —¿Qué pasa? —dice la vieja— ¿Qué son esas voces, qué quieren? 
   Se agacha, recoge la libreta y, como lo hacen Felicidad y Nené, retrocede hacia la ruta sin voltearse, sin perder de vista esa masa negra de la oscuridad del campo que parece acercarse a ellas cada vez más.
   —¿Cuántas son? —dice Felicidad.
   —Muchas —dice Nené—, demasiadas.
   Los comentarios y los insultos son tantos y tan cercanos que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
   —¿Qué hacemos? —dice Felicidad. 
   Las tres retroceden cada vez más rápido.
   —No se te ocurra llorar —dice Nené.
   La vieja se toma del brazo de Felicidad, se aferra al vestido de novia y lo arruga en sus manos nerviosas.
   —No se asuste, abuela, todo está bien —dice Felicidad. 
   Pero las burlas son ya tan fuertes que la vieja no alcanza a escuchar. Sobre la ruta, a lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Quizá Felicidad piense ahora, por última vez, en el amor. Quizá piense para sí misma: Que no la deje, que no la abandone.
   —Si para nos subimos —grita Nené.
   —¿Qué dice? —pregunta la vieja.
   Ya están cerca del baño.
   —Que si el auto para… —dice Felicidad.
   —¿Cómo? —insiste la vieja.
   El murmullo avanza sobre ellas. Aunque no las ven, saben que las mujeres están ahí, a pocos metros. Felicidad grita. Algo como manos  le roza las piernas, el cuello, la punta de los dedos. Felicidad grita y no escucha las órdenes de Nené, que se ha alejado y le dice que agarre a la vieja y corra. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, que arrastre a la vieja. Pero es la vieja quien reacciona y arrastra a Felicidad hacia Nené, que ya está junto al coche a la espera de que la mujer se baje, para subir y obligar al hombre a conducir.
   —No me sueltan —grita Felicidad—. ¡No me sueltan! —Mientras espanta desesperada las últimas manos que la retienen.
   La vieja empuja. Tira de Felicidad con todas sus fuerzas. Nené espera ansiosa que se abra la puerta, que la mujer baje. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino, aún no ha visto a las mujeres, y baja apurado buscando en su pantalón la hebilla de la bragueta con la que bajará el cierre. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen pura y exclusivamente a él. Llegan a sus oídos. En los ojos del hombre, el terror de un conejo frente a las fieras. Cuando se detiene, ya es tarde. Nené ha dado la vuelta y sube al auto por la puerta del hombre. Sostiene a la mujer, que intenta zafarse, y abre una puerta trasera por la que entran Felicidad y la vieja.
   —Sosténganla —dice Nené, y suelta a la mujer para dejarla en manos de la vieja, que obedece la orden sin preguntar.
   —Si se quiere bajar dejala —dice Felicidad—, por ahí ellos sí se quieren y nosotros no tenemos por qué meternos.
   La mujer logra zafarse de la vieja pero no se baja, dice qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra, hasta que Nené le abre la puerta.
—Bajá, rápido —le dice.
   Desde el auto se escuchan los gritos de las mujeres y frente a ellas permanece, despegada de la oscuridad por las luces del auto, la figura aterrada e inmóvil de un hombre que ya no piensa en lo mismo que pensaba hace un rato.
   —No me bajo nada —dice la mujer. Mira al hombre sin aprecio y después a Nené—: Arrancá antes de que vuelva —dice, y traba la puerta de su lado.
   Nené enciende el motor. El hombre escucha el automóvil y se vuelve hacia ellas.
—¡Arrancá! —grita la mujer.
   La vieja aplaude nerviosa, aprieta con firmeza la mano de Felicidad, que con espanto mira al hombre que se acerca. Con dos ruedas laterales fuera de la ruta, el auto patina sobre el barro. Nené mueve el volante sin control y por un momento los faros del coche iluminan el campo. Pero lo que se ve entonces no es justamente el campo: la luz del auto se pierde en la inmensidad de la noche y por un momento distingue en la oscuridad la masa descomunal de centenares de mujeres. Corren hacia el auto, o mejor dicho hacia el hombre, que, entre ellas y la multitud, aguarda su llegada paralizado, como si esperara la muerte.
   Una patada de la mujer sobre el pie de Nené activa el acelerador y, con la imagen de las mujeres ya sobre el hombre, Nené logra regresar el auto a la ruta. El motor esconde los gritos y las burlas y pronto todo es silencio y oscuridad.
   La mujer se acomoda en el asiento.
   —Nunca lo quise —dice la mujer—, cuando se bajó pensé en dejarlo en la ruta, pero no sé, el instinto maternal…
   Ninguna de las mujeres la escucha. Todas, incluso ella ahora, se concentran en la ruta y permanecen un rato en silencio. Es entonces cuando sucede.
   —No puede ser —dice Nené.
   Frente a ellas, a lo lejos, el horizonte comienza a iluminarse de pequeños pares de luces blancas.
   —¿Qué? —dice la vieja, que no alcanza a ver—. ¿Qué pasa?
   En el asiento del acompañante, la mujer mira cada tanto a Nené, esperando una explicación. Los pares de luces crecen, se acercan hacia ellas. Felicidad se asoma entre los asientos delanteros.
   —Vuelven —dice, sonríe y mira a Nené.
   En la ruta, los primeros pares de luces que ya son coches casi sobre ellas, y pasan a toda velocidad.
   —Se arrepintieron —dice Felicidad—. Son ellos, ¡vuelven a buscarnos!
   —No—dice Nené.
    Enciende un cigarrillo y después, soltando el humo, agrega:
   —Son ellos. Pero vuelven por él.


Samanta SchweblinPájaros en la boca y otros cuentos 2017